Borrar
Urgente Muere un ciclista en Calpe tras un accidente entre un coche y varias bicicletas
Rodrigo Arroyo posa delante de su bar. / Damián Torres
La derrota del antihéroe
GENTE

La derrota del antihéroe

El dueño de un bar de Valencia que se declaró insumiso al entrar en vigor la ley antitabaco en 2011 cierra su negocio, justo dos años después, con una deuda acumulada de 640.600 euros en multas

FERNANDO MIÑANA

Viernes, 8 de febrero 2013, 08:15

En los días de abundancia, Rodrigo presumía de bar. Un bajo de 400 metros cuadrados, casi 200 comensales, 14 empleados y una caja registradora atiborrada de billetes. El negocio, en Tres Forques, un barrio obrero y periférico de Valencia, iba como un avión. Pero llegó la crisis, ay la crisis, y luego la ley antitabaco. El negocio comenzó a zozobrar, y hace unas semanas se hundió. El día de Reyes bajaba la persiana por última vez, un gesto que simbolizaba una derrota. Rodrigo había perdido su cruzada. Él contra el mundo. Él contra la ley. Él contra el sistema. Dos años resistió.

Rodrigo Arroyo (Madrid, 1952) es un antihéroe del siglo XXI. Un currante sin estudios que se llenó los bolsillos sirviendo bocadillos, cubriendo entrecots con salsa roquefort y derramando coñac en los cafés. Tan bien le iba que un día cogió el cartel de la fachada y le añadió unas palabras: 'Salón de banquetes'. Casi nada. La ley antitabaco, que entró en vigor el 2 de enero de 2011, le indignó. Después de cuatro días, y en vista de que la clientela se había esfumado, se rebeló. El 7 de enero, harto de perder dinero -calculó que la facturación había menguado un 60%-, se declaró insumiso. «En mi bar se puede fumar», anunció.

Hubo otros casos en España. En Castellón, en Girona, en Marbella. Pero acabaron cediendo. «Se rajaron», les acusa ahora Rodrigo, imbuido aún en su papel de antihéroe, pues está convencido de que todo lo que hizo, su lucha solitaria en favor de la nicotina libre, su postura firme e inflexible ante la dichosa ley, fue una cuestión de principios y no un recurso para ganar dinero. Y, del mismo modo, ahora, invirtiendo las causas, se niega a acatar la derrota. «A mí no me ha hundido la ley antitabaco, a mí me ha hundido la crisis».

A Rodrigo, un madrileño que llegó a Valencia con seis años, justo después de la Riada del 57 que anegó la ciudad, le encantó su ascenso a la categoría de personaje. El desfile de periodistas y camarógrafos por la amplia barra del Bar Rodrigo le hizo pensar que había convertido un bar de obreros en un santuario del fumador. Se creyó el papel. Y se vino arriba. Los jueves regalaba cigarrillos a sus clientes; inició una campaña para recoger firmar con las que, ni más ni menos, revocar la ley; empapeló las cristaleras con carteles desafiantes: 'En este bar está permitido fumar', e ignoró las multas. Las dos primeras, una de 600 euros y otra de 10.000, las recurrió. Y alardeó de ello. La presión policial desapareció y durante unos meses se creyó libre, vencedor incluso, en su cruzada. «Pensaba que me habían dejado tranquilo, que ya no se acordaban de mí. Los inspectores de Sanidad venían y no hacían ni mención al tabaco».

El rebelde Rodrigo cuenta su historia en un bar vecino. Se alegra la vida a golpe de chupito. Whisky a palo seco. Uno, dos y tres. El tabaco, con metáfora y sin ella, se apodera de él. «Antes no fumaba tanto, pero ahora, como no puedo conciliar el sueño por las noches, fumo algo más. Unos dos paquetes al día. Lo normal».

Sanidad envió a otros inspectores el verano pasado. Rodrigo les despidió en agosto pensando que había sido otro repaso rutinario. Pero a los pocos días se cayó de culo. Le había llegado, por reincidente, una multa de 600.000 euros. Las anteriores, una de 600 y cuatro de 10.000, no le intimidaron. Esta sí. «Mi abogado, cuando se enteró, no quería ni cogerme el teléfono». Tampoco la pagó. Volvió a recurrir. Otro remiendo para otro agujero. Una huida como otra cualquiera.

Pero él insiste. «A mí me cierra la crisis». No se arrepiente de su decisión. Ni se lamenta de que otros hosteleros, más sigilosos, sin llamar la atención, sacaran el cenicero al final de la cena. O bajaran la persiana para dar rienda suelta al humo. O fijaran una hora, entrada ya la madrugada, en la que poder desenfundar el pitillo. «Yo me siento más legal que ellos. Ellos han estado engañando mientras yo he dado la cara hasta que me la han partido».

«Soy un desgraciado»

Hablar de la ley le enfurece de tal forma que confunde los términos. Utiliza, conscientemente, ilegal cuando debería decir injusto. «Yo no he hecho nada ilegal. Si el Gobierno te da el tabaco, porque es un producto que le proporciona miles de millones de euros, no te puede prohibir que dejes fumar en un negocio público-privado. Que prohíban el tabaco. ¿Qué va a pasar con Eurovegas? ¿Abolirán la ley o se inventarán un reducto?». Y rabia porque unos meses antes se gastó 35.000 euros en reformar su local, por el que pagaba 3.000 euros al mes de alquiler, para, esta vez sí, ceñirse a la ley.

Ahora ya no tiene local. El Bar Rodrigo ha cerrado. Aunque ya piensa en abrir otro. En otra zona. Los clientes que, cigarrillo en mano, le animaban, le prometían que siempre estarían a su lado, se han evaporado. Han desaparecido como el humo del pitillo que se lleva un golpe de viento. Le quedan su mujer, Lucrecia, que no fuma, y sus dos hijos: una de 31 años y uno de 29. Tiene que seguir adelante. No le queda otra. Pero el reto le quita el sueño. Le cuesta dormir. Está asustado. «Qué voy a hacer con 60 años y sin paro ni nada. Yo soy un pobre desgraciado. Así que abriré otro bar y volveré a luchar, como siempre. Y volveré a dejar fumar, claro».

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

lasprovincias La derrota del antihéroe