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Francisco Etxeberria posa junto a una lámina que describe los huesos de un esqueleto humano. / José Usoz
El lector de huesos
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El lector de huesos

El forense que desentrañó el enigma del 'caso Bretón' investiga también las muertes de Salvador Allende, Pablo Neruda y Víctor Jara. Ahora busca a Boabdil, el último rey de Granada

BORJA OLAIZOLA

Domingo, 21 de abril 2013, 05:16

Para cualquiera que haya buceado en un archivo, Francisco Etxeberria Gabilondo (Beasain, 1957) podría pasar por uno de esos actores especializados en Shakespeare. Las muchas fotos que le retratan sosteniendo calaveras y otras osamentas le dan un aire de solvente intérprete del célebre monólogo hamletiano, ese 'ser o no ser' cuya puesta en escena siempre se asocia a un cráneo. Puede que en realidad Etxeberria no sepa mucho de arte dramático, pero su dilatada carrera profesional acredita que poca gente está tan familiarizada como él con la tragedia. «Varían las circunstancias, pero el dolor de las familias de las víctimas siempre es el mismo», reflexiona sentado en su despacho de la Facultad de Medicina de San Sebastián.

Etxeberria acaba de regresar de Chile, donde ha participado en la exhumación de los restos del poeta Pablo Neruda en el marco de una investigación que trata de determinar si murió envenenado, como aseguró su chófer, o si falleció debido al cáncer que padecía, como sostiene la versión oficial. Las brisas de un otoño austral inusualmente soleado han curtido su rostro alargado, del que sobresalen unos ojos que sostienen una mirada entre curiosa y burlona. Tiene un hablar pausado y muy didáctico, producto sin duda de sus años como profesor de Medicina Legal en la Universidad del País Vasco.

El forense muestra un retrato de Salvador Allende que le han regalado sus amigos chilenos. Un guiño del destino le ha colocado ante los restos mortales de algunos de los protagonistas de un suceso que le causó un profundo desgarro en sus tiempos de estudiante, el derrocamiento hace cuatro décadas del gobierno de Salvador Allende. Aquel joven aprendiz de médico, que empezaba a barruntar el horror a través de las confusas noticias de las barbaridades de Augusto Pinochet que llegaban a España, desempeña hoy un papel capital en el esclarecimiento de algunos de aquellos crímenes. «Michelle Bachellet adquirió el compromiso de arrojar luz sobre lo ocurrido y me llamaron para participar en una comisión de expertos encargada de las investigaciones», revela.

En los últimos años ha tenido oportunidad de examinar, entre otros, los restos del poeta y cantautor Víctor Jara, de Allende, de Neruda y también de los desaparecidos de Lonquén, una fosa en la que se hallaron las osamentas de una quincena de campesinos asesinados por los militares golpistas. Las investigaciones son minuciosas. Los integrantes de la comisión saben que son la última esperanza de los familiares de las víctimas y también que sus conclusiones pasarán a los libros de historia. Ninguno de ellos se perdonaría un desliz o un paso en falso, así que de común acuerdo han arbitrado un sistema de trabajo que pasa por alcanzar el consenso.

El dictamen sobre Allende se resolvió sin demasiadas dificultades: el examen confirmó que por una vez la versión oficial casaba con la realidad. «Cuando el presidente comprobó que el golpe había triunfado y se vio abandonado por todos, se refugió en el suicidio», constata el forense mientras describe en un cráneo que hay en su despacho la trayectoria de la bala. Pero fue quizás el caso de Víctor Jara, brutalmente torturado antes ser acribillado a balazos, el que más le sobrecogió. «Su canción 'Te recuerdo Amanda' era un himno en mis tiempos de estudiante y enfrentarme a su esqueleto me hizo pensar. Lo veía ahí, inerte e indefenso, y me venía a la cabeza lo que habían representado sus canciones para todos nosotros. Fuimos con un juez a donde le habían tenido detenido, que era un pequeño recinto del estadio Chile que se utilizaba de vestuario de las árbitros femeninas... Luego me contaron que Amanda, la de la canción, no era alguna novia, como yo imaginaba, sino su propia madre. La canción hablaba del momento en que su madre iba a llevarle el almuerzo a su padre, que era un simple minero».

En el hogar de los Gabilondo

Como el de Jara, el padre de Etxeberria fue también un trabajador. «Era fundidor en la fábrica de la CAF de Beasain, la que hace trenes para todo el mundo. Estoy muy orgulloso de que mi padre fuese un obrero y cada vez que voy en un vagón de metro en Madrid o en México y veo el cartelito que pone que lo ha hecho la CAF me invade una sensación de agradecimiento y reconocimiento hacia toda esa gente que se afana en hacer las cosas bien». El fallecimiento de su progenitor le llevó a San Sebastián, al piso de sus primos Gabilondo, el hogar en la que crecieron el periodista Iñaki o el exministro Ángel. «Estudié medicina porque Luis, otro de mis primos, iba para médico y aquello me atraía. Hice un examen y tuve la suerte de que me admitiesen en la facultad de Valladolid».

Está claro que a Etxeberria no se le pasó por la cabeza dedicarse a analizar las entrañas de los muertos cuando empezó la carrera. A medida que avanzó en sus estudios, sin embargo, descubrió que la medicina legal le abría un camino hacia una realidad que hasta entonces ni siquiera se había planteado. «Eran los primeros tiempos de la democracia y estaba todo por hacer. Nada más acabar la carrera me llamaron de los juzgados y me propusieron organizar el servicio forense partiendo casi de cero. Era todo un reto y acepté; a los dos días de empezar a trabajar me enfrenté a mi primer cadáver, un hombre arrollado por un tren».

La precariedad de medios era tal que realizaban las autopsias con guantes de fregar que solían lavar con agua y jabón antes de volver a usar. «No había ni cámara de fotos, tenía que hacerlas con la mía». Eran años difíciles. La heroína había irrumpido con fuerza y los juzgados estaban poblados de jóvenes atrapados en su red. «A mí me llegó a robar el reloj un chaval toxicómano cuando le estaba haciendo un reconocimiento. Me lo volví a encontrar en la cárcel de Martutene, le pregunté por qué lo había hecho y me dijo simplemente que lo necesitaba».

La aparición del sida complicó aún más las cosas. «Al principio no se sabía nada, incluso temíamos contagiarnos inhalando el polvillo de la sierra al abrir los cráneos». En la calle la realidad no era mejor: los asesinatos de ETA se sucedían con regularidad macabra y los reconocimientos a los detenidos en las comisarías evidenciaban la pervivencia de prácticas policiales del pasado. Fue precisamente uno de los capítulos más oscuros de la 'guerra sucia', la desaparición de los etarras Lasa y Zabala, el que aupó por primera vez a Etxeberria a los titulares. Él fue el que identificó en el cementerio alicantino de Bussot los restos de los dos terroristas, que habían sido enterrados en cal viva tras su asesinato diez años antes.

Fusilados en la guerra

A Etxeberria se le asocia también con la exhumación de los restos de los fusilados en la Guerra Civil, una labor que le ha valido furibundas críticas que despacha con un argumento irrefutable: «Mejor hacer las cosas bien y con los medios adecuados que dejar que la gente se lance al monte para abrir las fosas y recuperar los cuerpos de sus familiares a golpe de azada, que es lo que había empezado a hacerse en muchos puntos de España». Lo que a estas alturas ya nadie cuestiona es su pericia a la hora de 'leer' huesos, acreditada de forma expeditiva cuando resolvió el enigma del caso Bretón: identificó al primer golpe de vista como humanos los restos que los forenses policiales habían asociado a unos roedores. «Un error lo tenemos todos», concede sin un atisbo de ironía al referirse a la metedura de pata de sus colegas.

Ahora anda en un encargo que parece sacado del guión de una película de aventuras: identificar los restos de Boabdil, el último rey nazarí de Granada, un proyecto que tiene el sólido respaldo financiero de un asesor de los Emiratos Árabes Unidos que es un entusiasta de la historia. Se cree que los restos están enterrados en la localidad marroquí de Fez. Etxeberria ya ha inspeccionado el terreno, pero cuando iban a empezar a excavar descubrieron que les faltaba el permiso de las autoridades religiosas. «Con la Iglesia hemos topado», sonríe socarrón el forense.

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