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Francisco Apaolaza
Lunes, 4 de noviembre 2013, 02:45
Está usted en el Madrid de los años sesenta, en un piso de 70 metros cuadrados con cuatro habitaciones, baño de pileta y cocina de carbón en el Paseo de Extremadura, la selva asfáltica y provinciana de la emigración de la época. La familia, que vino de Jaén a ganarse el pan, tiene poco, como tantas de la época. Los chavales visten ropa heredada del padre, Gil Montoro, un comercial de pinturas al que un empresario vasco le ha prestado el dinero para la casa. Anda fuera trabajando. Están los dos hijos adolescentes y la madre, Mercedes Romero. Suena el timbre y es un desconocido. Viene a notificarle el embargo de la vivienda. Ha surgido algún problema económico inesperado. Ella, naturalmente, se disgusta. «No se preocupe -le dice el hombre para aliviar la tensión-, que el mayor pronto podrá echar una mano». Ella, que agradece el gesto, responde con una firmeza pretoriana, una tenacidad contra pronóstico: «Mire, nosotros pasaremos esta situación como se pueda, pero estos dos estudian y seguirán estudiando».
La frase resuena ahora, medio siglo después, como el eco duro y metálico de una forja en un despacho de mármoles y caobas, en la Real Casa de Aduanas de la calle Alcalá, exactamente en el número 9. Fuera llueve y dentro, una luz verde, extraña y fría ilumina desde arriba a Cristóbal, el mayor de aquellos dos chavales, que ha terminado siendo ministro de Hacienda del Gobierno de España (dos veces), el encargado de manejar el dinero y los impuestos de un país cuya economía embargada estuvo a punto de ser sentenciada a muerte. Esta es la historia austera del hombre de la austeridad en España, el que decide de dónde hay que recortar.
Porque Cristóbal Montoro (Jaén, 1950) siguió estudiando. Diez años después era catedrático de Hacienda -¿una premonición?- en la Universidad de Cantabria; más tarde fue nombrado director del Centro de Estudios Económicos, asesor del presidente José María Aznar, diputado, secretario de Estado, ministro de Hacienda, eurodiputado y de nuevo ministro de Hacienda en la tormenta económica perfecta. El hombre del saco. La frase de Mercedes ha seguido sonando durante estas cinco décadas como el argumento que cierra un bucle cinematográfico. Ese empeño de sus padres, aliados en franco contubernio para que estudiaran, explica muchas cosas. «La apuesta que hicieron ellos fue siempre la preparación, el conocimiento como lo mejor del ser humano», una suerte de bien supremo que no se puede comparar con ningún otro.
En otra de las fotografías del álbum de familia, los hermanos Montoro, Cristóbal y Ricardo (catedrático de Sociología, expresidente del CIS) aparecen junto a un galgo que no era suyo y una prima maestra. El ministro reniega de las historias que le presentan como un niño pobre, «son películas que se montan». Su familia era humilde y sacrificada, punto. «Lo importante es lo que consigues, no lo que te dan». En el fondo, vibra un orgullo indestructible, como el granito de la fachada que vuelve negro la contaminación de los coches. Se siente afortunado, pero esa forja que lo parió en un hogar donde se valoraba el ahínco, también lo hizo duro. «Vivimos en una sociedad en la que estos valores no se transmiten. Parece que cuando pides esfuerzos te contestan con derechos, pero los derechos hay que ganarlos en el esfuerzo del día a día. Vivimos en una sociedad demasiado acomodaticia, demasiado miedosa, donde filosóficamente se exagera el miedo al final».
- ¿Cómo se vive siendo el coco de esta historia?
- Mi función es ser el coco. Cuanto más, mejor. El ministro de Hacienda de un país en crisis tiene que serlo. Si me recibieran con parabienes allá donde fuera, pues me habría equivocado de tarea y de función. Cuando esto cambie, ya hablaremos. Y como va a cambiar pronto, hablaremos pronto. Es el manual. Yo soy catedrático de Hacienda Pública y el ministro de Hacienda es el solitario. Es al que todos señalan cuando no hacen algo porque, dicen, es el que no se lo permite hacer, el que restringe, ordena y al que responsabilizan de los males del país. Ahí está la lista de los ministros de Hacienda de la historia de España [señala a la pared]. Verá usted que está llena de entradas y salidas. Siempre ha sido así, más en etapas de crisis. Ya sabía a qué venía. Había sido ya ministro. No hay ignorancia exculpatoria.
Enemigos en el partido
En las redes sociales hay imágenes de Montoro de todos los tipos, gustos y colores. Aparece caracterizado como Gollum, de 'El Señor de los Anillos', o como el señor Burns, de 'Los Simpson'. Sobre él circula un buen ramillete de historias que erosionan su imagen. La más notable, que le acusen de cobrar la dieta de 1.800 euros mensuales adjudicada a los diputados de fuera de Madrid (él fue elegido por Sevilla) a pesar de tener casa en la capital. Otras historias tienen menos fundamento. La literatura sobre él es prolífica: en su día contaron que sabía inglés porque estaba casado con una americana (sus dos mujeres han sido españolas).
Es uno de los malos de la película para muchos españoles (solo Ana Mato y Wert son peor valorados en las encuestas), pero también para varios compañeros de partido. Incluso de Gobierno. En estos dos años han sido públicas sus desavenencias con otros ministros, como Luis de Guindos o José Manuel Soria. Dentro del Ejecutivo hay quien ve a Montoro como una suerte de 'outsider' alejado de los estereotipos de la política: es de origen humilde, tímido hasta el rubor, austero como el agua del grifo de la mesa de su despacho, tenaz rayando la cabezonería... es un tipo que desprecia «la falta de conocimientos» y que de vez en cuando estalla por un carácter que no ha logrado domar del todo. Quizás por ser esa rara avis, Mariano Rajoy le llamó una tarde de diciembre de 2011 y lo citó en su casa, en cuanto llegara el avión que lo tenía que trasladar desde Granada, que llevaba horas de retraso. El encuentro tuvo lugar a altas horas y Rajoy fue claro: le necesitaba para la cartera de Hacienda porque era «un señor de Jaén que no tenía ninguna hipoteca, que estaba libre de pesos». Esas cosas en política se hacen con unas patatitas fritas y una cerveza. Sin discursos de sangre, sudor y lágrimas, ni «el futuro de España está en nuestras manos». «Sabía la dificultad que entrañaba. Si él creía que era difícil, yo sabía que era más que difícil». Cuentan sus allegados que esta última etapa de gobierno le ha endurecido.
- ¿Han pesado las críticas o la situación de España?
- Silencio-. Te sientes como el médico que tiene que operar a corazón abierto. Si no lo abres, va a colapsar. Es lo que ha vivido España en el último año. Las medidas son duras, exigentes y censurables desde muchos puntos de vista, pero no hay nada que conforte más que ver la recuperación rápida del paciente. Después están los ataques de otro tipo, como los personales o las campañas sucias. Eso sí que duele: que traten de hacerte caer. La ruindad y la mezquindad son lo que más me duele. Forma parte del elenco de privilegios del que gozamos.
Utiliza el término «equitativas» cuando habla de las medidas de ajuste, pero hubo un día en el que le tembló el pulso: cuando subió el IVA. Sabe que «alguien lo tenía que hacer», pero le frustra sobremanera que tuviera que ser él.
Beethoven, el refugio
En las noches malas, en el ministerio suenan los pasos apresurados de alguna carrera y algún llanto, pero no hay grandes arengas. Todos se van a la cama. El resto es literatura. Como mucho, Montoro echa mano de la música de su tableta para calmar los ánimos: adora la ópera y vuelve una y otra vez a Beethoven. Y concilia el sueño. Hasta las situaciones más difíciles las pasa roncando. «Duermo como un bendito». En su caso, más que una facilidad innata para caer rendido, es un mecanismo de defensa. Cuando la cosa se pone fea, después de un buen sueño, Montoro ve factibles asuntos que la víspera no lo eran. Cuando llega el fin de semana, si al día siguiente no hay que trabajar, espera paciente a que se le caigan los ojos delante de la tele o de un libro, y aguanta en ese duermevela cabeceante. «Luego aterrizo en la cama. Qué maravilla ¡Y son las diez de la mañana!».
De lunes a viernes se levanta sobre las siete y sale de casa después de leer los periódicos. Las jornadas son de doce o trece horas en el ministerio. También lo eran antes, en sus otros trabajos. Entre ellos destaca la asesoría que montó con personas que habían estado vinculadas al departamento de Hacienda y con su hermano Ricardo. Se llamaba Montoro y Asociados y actualmente se anuncia como Equipo Económico, aunque ambos hermanos estén desvinculados del proyecto.
Antes, las cosas eran distintas. Más fáciles, tal vez. El país también era otro. Con una gorra, unas gafas de sol y una camisola, Montoro podía plantarse en una playa en Benidorm y no lo reconocía nadie. Hoy, la calle se ha tensado como la cuerda de un arco y llevar una vida normal resulta imposible. «No puedes hacer este trabajo no figurando, pero es francamente incómodo. No entiendo cómo hay personas que quieren ser famosas. Hay gente a la que le gusta y hace cosas raras. Va a programas de televisión y dice 'he salido por la tele'. Es una privación de libertad brutal».
Además del tinglado de escoltas que requiere, está el cerco ciudadano que no confiesa, pero que se cierne cada vez más sobre los miembros de la clase política: gritos, insultos... Hay pocos lugares en los que usted pueda cruzárselo como un ciudadano más. Si acaso, en alguna de las cuestas de la Sierra de Madrid por donde sale a hacer senderismo. Aunque en su niñez creció en el ambiente pequeño pero urbano de Jaén (no se considera un niño rural), con el tiempo ha desarrollado la necesidad de estar en contacto con la naturaleza y darse auténticas palizas por el monte. A sus 63 años, ya no está para escaladas, pero sí para ascender y bajar pendientes. «Bastantes picos metafóricos subo ya en mi trabajo», ironiza.
Dos matrimonios
Con los años, el ministro ha ido cambiando a la fuerza sus hobbies. Ha nadado y jugado al tenis con mucho empeño y resultados comedidos. Lo hacía para disfrutar. Ese gusto suyo de caminar por el campo es quizás la versión tranquila de la equitación, una afición que terminó con una dura caída en 2001. Ese no fue su año: se rompió el coxis, pasó seis meses sentado en un cojín circular y se destapó el escándalo de Gescartera en su primera etapa como ministro de Hacienda. También se separó de su primera mujer, Josefina, con la que tuvo dos hijas, ya mayores, de 'veintimuchos' y 'treintaymuchos'. Su mejor consejo: «Que sean ellas mismas porque nadie va a sustituir sus vivencias».
Cinco años después, Alberto Ruiz Gallardón oficiaba la boda con su segunda esposa, Beatriz, una enfermera que es además pintora y escultora y que demuestra una fina habilidad para oler a los fotógrafos. Llegado ese momento, como por arte de magia, desaparece de su lado.
- En Internet no aparece ni su nombre.
- Mejor.
- ¿Usted va al cine?
- He ido mucho, regularmente. Ahora no voy porque es un lío, pero lo echo en falta. Las salas modernas son una maravilla tecnológica. Al cine hay que ir físicamente, no como un acto social.
Con el mundo del séptimo arte ha mantenido su enésima polémica. Después de insinuar que muchos actores no cotizaban lo que debían en España, apuntó que los problemas del cine español «también tienen que ver con la calidad de las películas». Cuando su mujer se enteró de todo el lío, se extrañó: «Pero si a ti te gusta mucho el cine». Le van las películas de toda la vida, como 'Lo que el viento se llevó' o 'Ben Hur'. De las que ha visto en los últimos años se queda con '300', por la filosofía espartana que hay detrás, «al revés de la que tenemos en España», y otras como 'La niña de tus ojos', «gloriosa», o la serie 'Isabel', a la que está enganchado y que ve en DVD en sus ratos libres. «Yo no puedo tener una opinión de nada y todo el mundo puede opinar de mí».
«Es un hombre sencillo», confiesa Julia, su secretaria desde hace trece años. Detrás de una mesa ordenada y sin un papel, detrás del hombre monolítico y gris de los números que se empeña en seguir pareciendo, detrás de su habla monocorde, suave y punto ronca, hay un hombre que ríe como un rebrinco, en carcajadas agudísimas. Ese partirse tan suyo también le ha traído algún problema, sobre todo cuando brota en el Congreso los días en los que se tragan cristales. «Se me malinterpreta mucho: '¿Cómo se puede usted reír con la situación del país?', me preguntan. Hay gente a la que le gusta la ultratrascendencia; no me río del país ni de nadie, me río de mí mismo. El sentido del humor es una defensa para mí».
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