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Sábado, 9 de diciembre 2017, 00:35
Los últimos informes PISA han arrojado datos preocupantes, entre ellos, que al alumnado vasco se le atragantaba la comprensión lectora. Para elevar el nivel, los colegios han estrenado un Plan Lector con el nuevo curso que incluye tertulias literarias, encuentros con los autores y la rutina de leer media hora a la semana en cada asignatura. Son iniciativas muy interesantes, pero lógicamente alejadas del íntimo -a veces fortuito, a veces tutelado- descubrimiento de la lectura fuera del currículum académico. Varios escritores y críticos rememoran para 'Territorios' cómo se convirtieron en lectores.
«Me gustaría repetir esa fórmula famosa según la cual un lector siempre se recuerda leyendo. No mentiría, pero estaría construyendo una figura demasiado ennoblecida. Sí puedo decir, con rigor, que la realidad se resultó soportable con el aprendizaje de la lectura. Recuerdo aún con fervor al profesor que me enseñó a leer. Comencé leyendo tebeos, y ahora sé que leía, aunque entonces inconscientemente, contra el envilecimiento de la realidad, fruto del régimen franquista. Mi imaginación de chico atribulado se serenaba con aquellas historias. Aprovecho para destacar mis favoritos: 'Príncipe Valiente', de Hal Foster, y 'Rip Kirby', de Alex Raymond. De ahí pasé a los libros, con la naturalidad con que se deja un sendero para tomar una calzada real, prestigiada por la tradición y la inteligencia. Era un lector indiscriminado y voraz hasta que cayó en mis manos 'Las flores del mal', de Baudelaire, enaltecimiento de la hermosura de lo sórdido, y luego 'Retrato del artista adolescente', de Joyce, la epifanía de la belleza, la conciencia de no ser hipócrita. Poesía y prosa, la literatura como arte. Tenía catorce años. Desde entonces estoy confinado en esa 'maldita felicidad'».
«Me recuerdo leyendo desde siempre, desde muy pequeña, con libros a todas horas y en todos los lugares. Por entonces no había tantos títulos destinados a los niños como ahora, pero sí tenía una colección que mis padres compraron especialmente para mí, que se titulaba 'Cuentos escogidos' y que tenía doce volúmenes. Además de los cuentos de toda la vida, incluía relatos más desconocidos que pertenecían a la tradición rusa, a la nórdica... Tenía también cuentos de hadas, de 'Los Cinco', 'Los Hollister'... Recuerdo la ocasión en que me regalaron 'Estudio en escarlata'. Y luego estaban todos los libros de mi madre de la colección Reno: 'Rebeca', 'Cumbres borrascosas', 'Jane Eyre'... En mi casa no había una gran biblioteca, pero todo lo que había, lo leía. Durante un tiempo la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid regaló libros, y teníamos en casa 'Yo, Claudio', 'Raíces'... Y también los leí siendo bastante pequeña. El primer autor al que recuerdo haber admirado enormemente fue Turgueniev. Leí 'Primer amor' y 'Humo' en unas vacaciones, en una edición de Bruguera que regalaban con un tebeo, y aquel fue el primer libro que me hizo llorar de pura emoción. Leer era lo que más me gustaba hacer, y en eso no he cambiado. Me apartaba de manera voluntaria para poder leer. Me metía en mi habitación, me sentaba en el suelo, y leía durante horas. Un día tras otro. Estoy segura de que lo que leí y cómo lo leí, encerrada, disfrutando intensamente de cada rato de lectura, determinó mi manera de escribir y mi manera de ver el mundo».
«Nací en 1960. Mi infancia coincidió con la última época dorada de los tebeos. Me recuerdo a mí mismo esperando con impaciencia a que saliera el número semanal de 'Pulgarcito', 'Tiovivo', 'DDT', 'TBO'... También me recuerdo releyendo una y otra vez los manoseados libros de Tintín, que era ya un clásico aunque todavía seguían publicándose nuevas aventuras: la aparición de 'Vuelo 714 para Sidney' fue uno de los grandes acontecimientos de mi niñez. Pero también leía con fervor las novelas juveniles de la época, que entonces quedaban limitadas a las de Enid Blyton y poco más. Cuando cayeron en mis manos las novelas de José Luis Martín Vigil (otro fenómeno generacional), tuve la sensación de haber pasado a leer literatura para adultos. Pero el descubrimiento de 'lo literario' me llegó gracias a Valle-Inclán. Mi abuelo materno era carlista y en su biblioteca encontré la 'Trilogía carlista' de Valle. En cuanto empecé a leer esas tres novelas cortas tuve la sensación de que aquello era algo nuevo, distinto, superior. Sencillamente, era arte».
«Mis padres no eran lectores, pero en casa siempre hubo una biblioteca de madera. A medida que la familia se fue ampliando -somos cinco hermanos-, nos mudamos de piso en piso en busca de más espacio. La única certeza del nuevo y desconocido hogar era que en el salón habría una biblioteca. Mis padres se hicieron del Círculo de Lectores y los hijos, sobre todo mi hermana mayor y yo, formamos una República Lectora. Nosotras elegíamos los libros y nosotras fuimos llenando los estantes vacíos con Tosltói, Dostoievsky, Stendhal, Conrad, Pearl S. Buck, Hemingway, Cela, Umbral, Mario Puzo, Laforet, Daphne du Maurier... Alternábamos los libros del Círculo con los que comprábamos en la tienda que había junto a la casa, un local que era tanto droguería como papelería y librería. Allí conseguimos las aventuras de los Cinco y de los Siete Secretos, las novelas de Agatha Christie, los clásicos de Bruguera. A veces nos cruzábamos con Gloria Fuertes, que vivía en nuestro edificio y solía llevar sus libros al dueño de la tienda para que los vendiera a los niños del barrio.
Un libro es un umbral: lo abres y te adentras en otro espacio, en otro tiempo. El umbral es un espacio mágico, al cruzarlo el sonido se amortigua, la respiración se aquieta. Yo era una lectora apasionada: cuando nos ordenaban apagar la luz del dormitorio, me levantaba de la cama y me sentaba en otro umbral, el de la puerta, para leer a la luz del pasillo. Bajo el dintel, con el libro abierto sobre las piernas cruzadas, penetraba descalza en el ámbito que separa la vigilia del sueño, la realidad de la imaginación.
La biblioteca familiar, que cubría una de las paredes del salón, era como un árbol, con sus raíces y sus pájaros en las ramas. En la parte inferior del mueble había cajones y armarios, donde mi madre guardaba la vajilla, la cubertería y los manteles. En la parte superior se apretaban los libros con sus tapas de colores. Es así como yo leo: buscando salir de mí y olvidarme, anhelando el placer de la levedad que hace aún más intensa la certeza del regreso, la inexorable gravedad. Igual que si sujetara una cometa y fuese al mismo tiempo la que sujeta y la que vuela; a veces, también, cuando me cuesta adentrarme en el texto, como la cuerda que culebrea y restalla en el aire».
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