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Las dos estaciones
CRÓNICAS DEL NO VERANO DESDE DINAMARCA

Las dos estaciones

El clima conforma dos caras antagónicas de Copenhague. Cambia el carácter de la gente, su tono al hablar, hasta la relación que establecen con el entorno social y laboral

PABLO BARBADO

Martes, 8 de agosto 2017, 00:28

Soy un caminante, no tengo miedo en decirlo; es una cualidad sobre mí mismo que he descubierto recientemente, mientras paseaba solo por las calurosas calles del sudeste asiático. No soy sin embargo uno de esos viandantes que van enfrascados en sus tareas diarias, ni tampoco de los que con la cabeza gacha revisan cada una de las conversaciones de Whatsapp, o lo que es aún peor, sus últimos 'likes' de Instagram. Soy más bien del tipo de caminante que observa e intenta atrapar las escenas cotidianas, poniendo atención a lo que parece intrascendente, es esa forma de observar que sólo los jubilados tienen, midiendo el pulso de la ciudad que recorro, tratando de entender qué es lo que conforma esa masa de hormigón y ladrillo.

Cuando llegué a Copenhague por primera vez, en diciembre de 2014, no conocía a nadie en la ciudad. Decidí marcharme en búsqueda de una oportunidad laboral, con una maleta y un sueldo precario de prácticas. Era el inicio de una nueva vida, el fin de mi etapa como estudiante. Pronto me eché a la calle, a pesar del frío, y empecé con curiosidad a analizar poco a poco cómo era la sociedad que me había acogido. Con el tiempo mi situación mejoró, conocí mucha gente y me hicieron indefinido en el trabajo, pero ecuánime a las circunstancias, seguía disfrutando de vagar solo por la ciudad.

Copenhague la componen diez distritos, más el municipio independiente de Frederiksberg, situado en mitad de la capital. Me gusta coger el tren hasta el centro y desde ahí atravesar la línea imaginaría que lo separa de sus barrios colindantes, como su propio nombre indica; Østerbro por el este, Nørrebro' por el norte y Vesterbro por el oeste. A veces me aventuro a cruzar el puente hasta las islas que forman el barrio de Christianshavn, una de las zonas con más encanto, gracias en parte a la tranquilidad que ofrecen sus canales. Si mis piernas aguantan la caminata, un poco más allá está la isla de Amager. Las pequeñas tiendas de comida regentadas por pakistaníes me indican que ya hace un rato que he salido del centro.

A veces se necesita un enorme esfuerzo para intentar ser la misma persona durante todo el año

Cada distrito tiene sus propias peculiaridades. Pero, en general, no es una ciudad con grandes diferencias sociales, como puede ocurrir en otras capitales europeas. Sí es verdad que hay barrios como Nørrebro o Brønshøj con mayor presencia de inmigración árabe, relacionados erróneamente en mi opinión con la delincuencia. En verdad, nunca he tenido la sensación de estar en una zona más insegura que otra mientras andaba por Copenhague.

Es una ciudad muy agradable para caminar. Paso despacio entre sus bajos edificios de ladrillo rojo adornados con grandes ventanas; hacen siempre el esfuerzo de captar el máximo de luz posible. Lo es tanto en invierno como en verano, para mí las dos únicas estaciones existentes en Dinamarca. Entiendo el verano como ese periodo comprendido entre finales de mayo y principios de septiembre, algunos años más corto, ese en el que puedes dejar el abrigo en el armario. Con el tiempo he ido comprendiendo que la ciudad no es la misma, se transforma, cada estación muestra una faceta diferente, sus dos caras antagónicas. En invierno se viste de oscuridad y melancolía, en verano florece radiante y atractiva. Este curioso fenómeno afecta directamente a la vida de sus habitantes, a la forma en que afrontan el día a día y a cómo se relacionan con el entorno.

En invierno los días son cortos y oscuros, generalmente el cielo luce encapotado, de un color gris plomizo, de esos que no dejan pasar los rayos de sol. Las cafeterías de Vesterbro están atestadas de gente, charlan bajo la luz de las velas sentados en cómodas butacas, se crea un ambiente acogedor o 'hyggelig', como lo llaman ellos. Es indispensable que la luz sea tenue, acorde a la estación del año, al igual que el tono de voz, apenas perceptible. Las calles están desiertas, el frío hace estragos, apenas algún ciclista que se mueve de una cafetería a otra, del supermercado a casa.

Llega el festival

Suelo decir que el verano en Copenhague nace con el festival de Distorsion, cada 1 de junio, ese día en el que las calles se pueblan de escenarios de música, la gente se pone sus gafas de sol y su camiseta de tirantes. Durante el verano la gente sale antes de trabajar, no es raro encontrarse a grupos sentados con latas de cerveza frente al canal. La gente vuelve a ocupar las calles, los bancos, charlan animadamente en las recién estrenadas terrazas, sus caras muestran sonrisas y el tono de la conversación es más alto, más alegre. Es el momento del que llevan hablando los últimos nueve meses, llega el festival de Roskilde, nueve largos días de acampada y fiesta. Puede que el cielo siga cubierto, incluso llueva, pero el ánimo, sin duda, ha cambiado.

Con el tiempo uno empieza a crear una relación con la ciudad en la que reside, se crea un vínculo de entendimiento mutuo. Ambos cambian simultáneamente con las circunstancias irremediables, sus habitantes se comportan tal y como lo hace su entorno. En Copenhague hay dos estaciones, dos estados de ánimo y dos realidades frontalmente opuestas. Hay a quien esto le gusta y hay a quien no. A veces se necesita hacer un esfuerzo sobrehumano para intentar ser la misma persona a lo largo de todo el año. Cada uno tiene su técnica, la mía, como digo, es caminar.

Ingeniero industrial. Bilbao. 26 años, en paro. Tras cinco meses en Asia, se ha instalado en Copenhague.

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