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F. A.
Domingo, 6 de septiembre 2015, 00:30
La Hacienda Lo Marabú se forjó a base del trabajo realizado en la explotación a cargo de tres familias adineradas que dejaron su impronta en ella durante cuatro siglos diferentes. Esta vasta extensión de tierras supuso la conquista del campo rojalero y el asentamiento de familias nobles como los Marbeuf. Más tarde se erigiría más como un referente del poderío económico de la burguesía murciana en el litoral alicantino.
La primera compra de la finca fue en 1730 y se realizó al cura de Benejúzar, Esteban Genesia, por parte de Antonio Marbeuf, un personaje clave en la Guerra de Sucesión. Esta familia de origen francés fue clave en esta contienda donde ayudó en el estratégico puerto de Alicante a Felipe V, quién concedió varios honores a esta familia de comerciantes una vez consiguió la victoria. Los nombró nobles e ingresaron en la orden de San Juan de Jerusalén. El haber estado de parte del bando ganador les reportó muchos beneficios a la hora de enviar a Francia diferentes cargamentos de los productos locales como sosa, trigo, uva pasa, seda y vino.
El negocio de la viña y la barrilla en el campo del sur de la provincia fue próspero al igual que la seda que se cultivaba en la antigua casa palacio, ahora museo de la huerta, donde la familia gestionaba un tercio de la producción local. En el primer tercio del Siglo XVIII el municipio vivía una buena época gracias a la producción de seda. Los Marbeuf ampliaron la finca y consiguieron una propiedad de 95 hectáreas.
La familia mantuvo el caserío hasta 1884, según se explica en el libro 'Rojales, Historia, Sociedad Rural y Memoria Gráfica', que repasa todo el periodo histórico desde 1770a 1970. Los investigadores locales como Manuel de Gea encontraron varios documentos en la casa museo Carmen Palazón que acreditan que la propiedad pasó a manos de Teodoro Darío Alba. La finca ya tenía más de 3.500 tahúllas. Este burgués era el dirigente del partido liberal murciano, llegó a ser alcalde de Murcia y fue elegido Diputado en Cortes. El representante liberal murciano estuvo más comprometido con su carrera política que con la villa alicantina, por lo que no se tiene constancia de que más datos durante el periodo que tuvo el caserío en su poder.
La finca se vendió de nuevo a la familia de Carmen Jiménez y Tomás Palazón, un sastre de prestigio que en 1921 se instaló a pocos kilómetros del litoral. La incipiente burguesía murciana pasaba sus periodos vacacionales bien en balnearios o a poca distancia de las salinas torrevejenses. De los Palazón quedan más retratos de varias fotografías durante su estancia en la finca que ocuparon a principios de los años veinte un extensión de 437 hectáreas dentro del perímetro existen cuatro casas, además de la citada capilla en honor a San Bruno.
Cabe destacar que el cambio de dueños en el Torrejón de San Bruno se hizo entre familiares puesto que el liberal Teodoro Darío Alba era tío de Carmen Jiménez. Por tanto se desprende del traspaso que hubo una venta a su sobrina de esta finca, según se ha podido constatar con varios documentos. Esta señora dejó a su cuatro hijos en su testamento todas sus propiedades a partes iguales, si bien una claúsula mencionaba que Carmen Palazón se debía quedar con la propiedad. El legado de la última propietaria pasó a manos del Ayuntamiento a condición de que se restaurase todo y se reabriese como museo. Un objetivo que cada día está más cerca.
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