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Sospecho que Miguel Castillo, ochenta tacos, notario jubilado, melónamo de pro, ex futbolista, condecorado por el Ministerio de Justicia con la Gran Cruz de San Raimundo de Peñafort y, atención, futuro becado Erasmus por la Facultad de Geografía e Historia de Valencia (tranquilos, luego llegaremos a esto), entendió ya hace muchos, muchos años, que el tiempo convenía aprovecharlo porque es un bien demasiado precioso como para despilfarrarlo naufragando entre la molicie y el papanatismo. Algunas personas atraviesan la vida como una ameba. No muestran emociones ante un lienzo, una sinfonía, el fulgor de una prosa o un simple amanecer desde la cima del Montgó. Se limitan a comer, dormir y ver la tele. Allá ellos. Frente a estas existencias planas, otros saborean las múltiples posibilidades que se despliegan ante nuestras narices cada jornada. Miguel Castillo, sin duda, es uno de estos.
Nació en Llíria en el seno de una familia humilde. Su padre era labrador, como tantos hombres de aquella época, de ahí que los pies hundieran sus raíces en la mera sensatez y en la absoluta honestidad. Aquel niño Miguel ya sacaba buenas notas durante la primaria, pero cuando por fin sonaba el clarín de las vacaciones estivales, su padre le decía: «¡Al campo!» Protestaba sin demasiada fe, aquel pequeño Miguel: «Padre, si lo he aprobado todo...» Pero eso no reblandecía la voluntad paterna: «Pues muy bien, pero el campo te necesita y tú vienes para ayudarme». Eso forja, desde luego, y ayuda a aceptar las responsabilidades. Sin embargo, Miguel me confiesa que «envidiaba a los hijos de los funcionarios; ellos no tenían que ir al campo...».
Realizó el bachillerato en el instituto Luis Vives de Valencia gracias a una beca. Guarda magníficos recuerdos. Todas las mañanas acudía hasta la gran ciudad en el trenet, con lo cual estaba exento de la misa diaria, obligatoria en aquel entonces. Tampoco olvida las sesiones dominicales de cineclub. Al finalizar la película, los mayores debían de comentarla ante el resto de alumnos. «Así se perdía el miedo a hablar en público...», me dice Miguel. Consiguió el premio extraordinario de bachillerato y, acaso por ese triunfo, aterrizó en la Facultad de Derecho de Valencia bastante sobrado de espíritu. Compaginaba los libros con el fútbol, pero se conoce que en aquel trance de iniciación se inclinó más el fútbol y por eso suspendió, ese primer curso, en junio, todas las asignaturas. Tragando sapos y culebras, se lo contó a su padre, añadiendo: «No se preocupe usted, padre, esto lo saco yo todo en septiembre...» Sin embargo, aquella promesa al padre no le impresionó demasiado. Así pues, ¿saben qué le soltó? Pues ese gran clásico de «¡al campo!» Pero esta vez no lo encajonó con el lomo doblado contra la tierra durante los meses del verano, sino todo el año, para que aprendiese la lección.
Al finalizar la temporada agraria, el padre, intuyo que con cierta socarronería, le preguntó: «Bueno, anda, dime qué prefieres, ¿estudiar o el campo?» Miguel Castillo escogió el campo de las letras frente al de la azada pero, picado en su orgullo, decidió marchar a la Facultad de Barcelona para estudiar allí y demostrar que saldría adelante por sus propios medios. Fichó en el equipo de fútbol de una fábrica de hilaturas que luego se convertiría en el Barcelona B y ahí se aseguró algo de calderilla que completaría con trabajos de fortuna y, cómo no, con muchas más becas. Y empolló recio. Y consiguió tres matrículas de honor durante ese primer curso y encaminó sus pasos hacia la docencia pues le ilusionaba convertirse en catedrático.
Pero durante aquellas fechas burbujeaban los primeros enfrentamientos contra la dictadura y Miguel firmó, junto a un compañero suyo llamado Solé Tura, uno de los padres de la Constitución, un manifiesto donde pedían la dimisión del rector, con lo cual alguien le aconsejó lo de «mejor prepara otra oposición porque en esta, hagas lo hagas, te van a fulminar», y de ese modo encauzó su destino hacia el cielo de los notarios, oposición que, como todos sabemos, resulta facilísima. Ya te digo. Y si su preparador Roberto Follía Camps le convirtió en notario, su esposa Conchita Espinós, farmacéutica, le hizo hombre. Ya como notario Miguel Castillo ocupó plaza en Gandia, Torrent, Vinaròs, Paterna, Valencia y Onda, donde su jubiló. Desarrolló su tímpano hacia la música en Barcelona porque unos amigos le invitaban al Liceo, y hoy mantiene abono en el Palau de la Música y en el de Les Arts.
También ejerció de preparador de notarios, sin cobrar, por supuesto, y le enorgullecen esos cuarenta alumnos suyos que hoy son notarios. Enviudó y acaso esa fue la primera vez que sintió sus fuerzas mermar, zozobrar en la melancolía. Pero este hombre infatigable encontró a su segunda mujer, María Luisa Alana, y recuperó el tono, la vitalidad, la inquietud. Sufrió un infarto hace cinco años. Comprendió que acoquinarse sería la peor solución, por lo tanto se matriculó en Geografía e Historia y, justo ahora cuando anda en el tercer curso, su catedrático Miguel Requena le sugirió lo de «¿y si te apuntas al Erasmus...?» Miguel Castillo respondió algo perplejo: «Hombre, ¿a mi edad?» ¿Y qué problema habrá con la edad si la disposición luce gozosa? Por lo tanto Miguel, ochenta tacos, notario jubilado, toda una vida entre pecho y espalda y con lo mejor por llegar, viajará pronto a Verona, donde hace cuarenta años escuchó los trinos de Maria Callas, para cumplir su etapa Erasmus. Huelga decir que ya le preparan homenajes desde la facultad y desde el ministerio del ramo. Homenajes merecidísimos, añado. Por cierto, de futbolista jugaba de extremo izquierdo y cuentan que casi lo contrata el Barça.
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