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icíar ochoa de olano
Miércoles, 10 de febrero 2016, 20:57
La operación de búsqueda más compleja y costosa de la historia de la aviación civil se desplegó el 8 de marzo de 2014, después de que el vuelo MH370 de Malaysia Airlines, que cubría la ruta Kuala Lumpur-Pekín con 239 personas a bordo, se esfumara de los radares a los cuarenta minutos de despegar. Veintiséis países acabaron implicados en un operativo de rescate que se saldó con el hallazgo, diecisiete meses después, de un alerón oxidado al este de Madagascar y la constatación, por parte de la gigantesca escuadrilla de aeronaves y barcos que peinó las aguas entre África y Australia, de que el Océano Índico es un inmenso estercolero. Restos de barcos, desechos de contenedores, piezas de equipos de pesca y millones de bolsas y envases plásticos arman la descomunal isla de basura marina, apreciable a vista de satélite, y sin embargo moderada en comparación con las dimensiones de la que flota a la deriva en el Pacífico Norte. La concentración de detritus en esa parte del globo -en concreto, entre las idílicas Hawai y California- alcanza ya el millón y medio de kilómetros cuadrados. Algo así como la extensión de España multiplicada por tres. Le llaman el octavo continente. Tal vez José Salvador Alvarenga, el náufrago salvadoreño que hace un par de años sobrevivió 438 días en ese mar, ignorara el colosal sumidero que se mecía en sus olas, pero no la dieta sintética que siguen allí las aves en alta mar y de las que se alimentó en su agónico periplo de 11.000 kilómetros, desde la costa mexicana a Micronesia.
A estas estampas, más o menos subjetivas, les acaban de poner números. El resultado es aún más sobrecogedor. «Cada año se producen en el mundo 311 toneladas de plástico, lo que supone veinte veces más que en 1964. Al menos, ocho de esas toneladas acaban en los océanos, a menudo arrojadas directamente a ellos, arrastradas por los ríos o por el viento desde basureros, o procedentes de desagües urbanos. Esa cantidad equivale a volcar al mar un camión de basura cada minuto». Estos son algunos de las datos recabados por la prestigiosa Fundación Ellen MacArthur y que se acaban de poner sobre la mesa en la última reunión del Foro Económico Mundial, el organismo sin ánimo de lucro que congrega cada año en Ginebra a los principales líderes empresariales y políticos, así como a destacados periodistas e intelectuales, para analizar los problemas más apremiantes que encara el mundo. Y este tan salado no puede esperar más. «Si no cortamos de manera radical el ritmo al que vertemos porquería a nuestros mares, en 2050 el peso de los residuos plásticos superará al de los propios peces». Con esta crudeza sintetiza el panorama actual la respetada navegante británica que da nombre a la fundación y que, con solo veinticuatro años, surcó el mundo entero más rápido que nadie y sin hacer escala alguna. Desde hace seis lucha sin cuartel desde esta entidad para acelerar la transición del modelo de economía lineal vigente -una especie de 'cojo, fabrico, tiro y vuelta a empezar'- a una «circular». Es decir, regenerativa, como hace la propia naturaleza.
El alarmismo que inocula su estudio no es baladí. «En cada una de las cuencas oceánicas del mundo hay una isla de basura y el problema es cada vez más grave e inmanejable. Todos los mares tienen corrientes que se mueven en giros, como los tornados. En esos remolinos es donde se quedan atrapados esos estercoleros. A medida que se mueven van vertiendo hacia las profundidad todas las partículas y desechos que encuentran en el camino con consecuencias catastróficas para la vida marina», explica Silvia García, investigadora de la organización ecologista Oceana. Ocho de cada diez desechos que se concentran en el mar son de plástico, un material que «se ha hallado ya en 600 especies marinas, desde el minúsculo plancton a las más grandes ballenas, además de en el lecho marino e, incluso, en la arena de todas las playas en forma de micropartículas. Está ya en toda la cadena alimentaria marina», certifica George Leonard, científico marino de Ocean Conservancy.
Lo espeluznante de esta plaga no solo es su formidable tamaño, las diferentes composiciones y grosores de los envasados, sino la extraordinaria longevidad del polietileno. Una botella de plástico -solo en Estados Unidos se consumen y tiran cada día 60 millones de unidades- tarda en descomponerse en agua salada nada menos que 450 años. Si añadimos esa cifra a 1860, que es el año en el que se inventó ese material y se empezaron a fabricar los primero artículos sintéticos, llegamos a la escalofriante conclusión de que aquellos envases siguen aún en este planeta. Y lo que les queda. «El impacto no es sólo medioambiental. También económico. Según la Unión Europea, la limpieza de las zonas costeras nos cuesta a los europeos 630 millones de euros cada año. Hay otro dato llamativo. Suecia atribuye la caída de un 5% en el turismo que recibe a la falta de limpieza en sus costas y al impacto visual que eso genera», destaca Elvira Jiménez, responsable de la campaña de océanos de Greenpeace.
Veto a los botellines de agua
Consciente, quizás más que otras ciudades, del tremendo daño que provocan en los ecosistemas, San Francisco acaba de poner coto a los botellines de agua. Desde el pasado 1 de enero, ha prohibido su venta en instalaciones y eventos públicos al aire libre. La normativa municipal, aprobada por unanimidad pese a las enormes presiones de la industria plástica, se irá extendiendo antes de 2018 a los de carácter deportivo y cultural. La multa por saltarse a la torera la ordenanza asciende a 1.000 dólares.
En el Viejo Continente, la iniciativa más contundente adoptada de manera global para atajar la 'plastificación' de los océanos no ha cumplido aún un año. El pasado abril, el Parlamento Europeo, espoleado por los verdes, se propuso forzar a los gobiernos de los países miembros a reducir drásticamente las bolsas de plástico de un solo uso. El horizonte es rebajar a la mitad su utilización para 2020 y un 80% para 2025. En la actualidad, cada ciudadano emplea 175 al año. «Esta decisión ha sido un pequeño gran paso contra esta destructiva cultura consumista de usar y tirar», valora Florent Marcellesi, portavoz de Equo en el Parlamento Europeo. Sin embargo, admite que se precisan acciones «multidimensionales para cambiar la cadena productiva y el modelo de consumo».
Hay otro aspecto acuciante que requiere la máxima atención. Según el estudio de Ellen MacArthur, únicamente el 5% de los artículos de plástico se recicla de forma eficiente. Un porcentaje ínfimo que coincide en el tiempo con la preocupante caída en picado del precio del petróleo, la sustancia con la que se fabrican esos envases. «A un precio de 30 dólares el barril, resulta más caro reciclarlo que usar crudo virgen para fabricar más enseres», señala la experta, que urge a «repensar» la manera en la que se empaquetan los productos y a sustituirlos por materiales solubles, o bien por una nueva generación de plásticos que sean reciclables y compostables. Porque no hay planeta b.
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