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La Marina

TARDES DE DOMINGO CON SALVADOR SORIA

RAMÓN PÉREZ CARRIÓ

Sábado, 20 de marzo 2010, 03:22

Solíamos compartir con frecuencia las tardes del domingo en su casa de Benimarraix, Salvador Soria y Arlette Roldes, nos esperaban con una taza de té y algunos dulces sobre la mesa. Las tertulias prendían fuego a las velas y caía la noche sin darnos cuenta.

Hablábamos de arte y de la vida, acudían retales de la Historia, bajábamos a encontrar la magia del estudio y allí nos dejábamos envolver por los prodigios, los ingenios, los proyectos, siempre se abría algún libro o el alma de uno de sus poemas, que él mismo recitaba con el sentir de un genio, así nos atrapaban las horas, plácida y apasionadamente.

Conocimos, Clara y yo, a Salvador Soria hace 20 años. Quiso la fortuna que una revista de arte hiciera coincidir sendos reportajes sobre nuestras obras, una incipiente y la otra muy madura, y que el lapso generacional no fuera obstáculo para cultivar desde entonces una amistad verdadera.

Por el cuarto centenario del Quijote le nombraron Hijo Adoptivo de la Villa de Benissa, en un texto que leí osé compararle con el personaje de Miguel de Cervantes: 'si lo hubiese conocido este insigne escritor sin duda hubiera inmortalizado su vida, su obra, sus aventuras y desventuras en alguno de sus libros épicos'; Salvador Soria era un gran hombre, desbordaba una extraordinaria humanidad, era un caballero de los de antes pero su pies pisaban tierra firme.

A pesar del alcance de su obra era una persona sencilla, no temían a nada ni a nadie, su existencia no había sido precisamente un jardín de rosas, por eso asumió el arte como actitud de vida, fiel a sus principios creía en un sueño y día a día se entregaba a él, lejos de la esterilidad de las justificaciones y dolido por una sociedad que ha profetizado la muerte del arte y su banalización.

Dejó París, Madrid, Valencia. para construir su mundo dedicado plenamente a su obra y a su familia, que era lo que más felicidad le daba. Eligió el romanticismo frente al boato y el glamour social del mundillo artístico que en absoluto le seducían, nunca se dejó engañar ni se vendió a él, conocía bien ese otro arte, el de la competitividad agresiva y sin escrúpulos, el de la alevosía, las falsas apariencias y las zancadillas, que le pasó desde muy pronto factura.

Pero en su mensaje nunca hubo resentimiento sino una luz que siempre abre una puerta. Honesto e íntegro, Salvador Soria era un sabio, su obra hace pensar. y sentir. Su actitud, ejemplar, ha dignificado el arte, con él se liberaba y en él acuñó, este pequeño hombre con fuerza, energía y sensibilidad, la palabra libertad, que en todas sus búsquedas se hallaba.

Su mente, joven e inquieta, estaba atrapada en un cuerpo nonagenario, incluso así hizo proezas como una magnánima obra de más de seis metros que integró en los muros del IVAM apenas hace un año. La lección del maestro no dejó jamás de deslumbrarnos, su discurso, eterno como el de un Quijote intrépido, que aunque muere no muere y trasciende con audacia el tiempo, deja impresa una huella substancial para la Historia del Arte universal.

La tarde del último domingo que estuvimos con Soria respiraba con dificultad, pero nadie intuía lo que acontecería cinco días después. Eso sí, tenía un especial interés en que todo aquello por lo que había luchado estuviera en su sitio, el sentido de responsabilidad era una obstinación que le desvelaba. Así, este escultor del espíritu que pactó con la materia para convertirla en belleza, al ver que su cuerpo ya no acompañaba su aventura creativa, decidió regresar a la niñez de sus fantasías cumplidas, convertirse en un pequeño pájaro y alzarse en vuelo integrado en el hálito de todas aquellas libertades por las que luchó.

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