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JAVIER SÁNCHEZ HERRADOR
Domingo, 25 de abril 2010, 03:08
Lo ideal sería que cualquier persona pudiera vivir dignamente en su país de origen y no tuviera que emigrar obligado por la miseria y una existencia sin expectativas. En ese ámbito de los principios la mayoría estamos básicamente de acuerdo, sin embargo el problema llega cuando hay que pasar de los deseos a los hechos, de la teoría a la realidad.
En el asunto de la inmigración, como en tantos otros temas, es más cómodo quedarse en el campo de las intenciones y de las ideas, en ese espacio donde aparentemente no existen las dudas porque no somos interpelados por los acontecimientos que nos rodean. Resulta fácil, por ejemplo, proclamar la fraternidad mundial o la apertura de las fronteras nacionales, pero, eso sí, allá se apañe al que le toque solucionar los conflictos que genera el problema real.
Las sociedades democráticas modernas se dotan de normas y de unas formas de organización que de un modo u otro todos aceptamos y compartimos, son las reglas del juego que fundamentan las relaciones humanas y que hacen posible la convivencia entre ciudadanos diferentes. Estas normas no son perfectas, pero logran al menos que vivamos en relativa paz, que la ley de la selva no gobierne nuestras vidas y que no nos matemos unos a otros por las calles.
La mayoría de los problemas humanos no están ahí para ser solucionados por completo, sino para ser contenidos, encauzados, para que los mantengamos controlados justo en ese nivel que nos permita a la mayoría tener una existencia moderadamente feliz. No quiero recordarles lo que ha ocurrido cuando algún dirigente o un régimen político han querido implantar una visión utópica del mundo, una especie de Paraíso en la Tierra, y las desgracias a las que esa concepción nos ha conducido.
Con la inmigración también podemos caer en la tentación utópica o, al contrario, limitarnos a ser humildes y racionales para intentar solucionar los retos que el fenómeno nos plantea. Y hay que reconocer que en este tema hemos actuado con algo de irresponsabilidad e improvisación. Primero cuando nos convertimos en un país que acogía sin ninguna planificación a inmigrantes que venían de todos los rincones del planeta. Segundo, cuando nos negamos a comprender que las circunstancias estaban cambiando y que era necesario ordenar los flujos migratorios si no queríamos que apareciesen reacciones preocupantes en la sociedad.
¿Quién puede negar que una inmigración ordenada es positiva para un país? Los inmigrantes han contribuido al desarrollo de la Comunitat y del resto de España, han realizado los trabajos que la población autóctona no quería desempeñar, han comprado viviendas en barrios periféricos y han consumido bienes que ayudaron a aumentar la renta nacional. Todo eso es verdad, tan cierto como que muchos extranjeros han sido víctimas de la avalancha migratoria que ha tenido España, y tan verdad como que otros se han aprovechado de nuestra forma improvisada de actuar para darse una vuelta por el suelo patrio y realizar actividades no precisamente ejemplares.
La entrada de extranjeros en forma de aluvión que ha vivido nuestro país ha producido problemas de adaptación, marginación y pobreza en el colectivo de inmigrantes. Son datos inquietantes que nos invitan a reflexionar. El más de medio millón de extranjeros que están en la economía sumergida es real y el 30% de paro en el colectivo inmigrante también es real. De las mujeres que ejercen la prostitución en España, el 90% son extranjeras y muchas de ellas están atrapadas en organizaciones criminales que trafican con personas. Además, el 35% de los reclusos que hay en las prisiones del Estado son foráneos, frente al 12% que los extranjeros representan en la población general.
La mayoría de extranjeros han dado un ejemplo de integración, pero un porcentaje de ellos han acabado en la explotación laboral, la marginación y la delincuencia. Podemos negar los problemas o aceptar que, durante los últimos quince años, hemos realizado una política migratoria desconcertante y ambigua. Una política que fue tolerante durante mucho tiempo con la inmigración irregular, debido a las necesidades de mano de obra barata que demandaba el boom económico, y que se fundamentó en la visión irreal de España como lugar inagotable de oportunidades. Casi nadie quiso ver entonces las consecuencias nefastas que para una parte de los inmigrantes tendrían esos flujos de personas que entraban sin control. Unos les animaron a venir, otros no hicieron mucho para organizar su llegada y algunos simplemente les contaron que aquí iban a encontrar el mejor de los mundos posibles.
Como dijo The Economist refiriéndose a nuestro país, «La fiesta ha terminado», y ahora que las cosas van mal surgen los desencuentros con los extranjeros. La realidad es tozuda, los estudios indican que a largo plazo la Comunitat y el resto de España necesitarán de los inmigrantes para que la economía crezca, pero en el futuro no podemos permitir que muchos extranjeros caigan en las redes de la explotación y la marginación social. El objetivo será diferenciar entre aquéllos que desean trabajar, vivir en paz y contribuir al desarrollo común, y los que no quieren integrarse en la sociedad o han venido a nuestro país para hacer su agosto particular por medio de actividades ilegales. No me extraña que sean las asociaciones de extranjeros las más interesadas en que esta diferencia quede clara.
Detrás de muchos inmigrantes hay ejemplos de superación, dramas personales y algunos proyectos rotos. Algunos habrán encontrado en nuestro país ese lugar que buscaban, otros es muy difícil que hayan prosperado atrapados en ese círculo de exclusión, pobreza y marginación en el que se encuentran. Alguien tendría que haberles explicado que no somos tan diferentes al resto del mundo, pero nosotros, visto el panorama social y económico en que nos encontramos, lo tenemos aún más complicado que los demás. Lo que ha pasado en Vic es un toque de atención y, como ha puesto de manifiesto Cecilia Malmström, Comisaria de Interior de la Unión Europea, una demostración de las contradicciones que hay en nuestras leyes sobre esta materia. Si no somos sinceros y realistas en el análisis de los problemas, siempre habrá alguien que enarbolará la bandera del rechazo general hacia los extranjeros, un discurso peligroso que hasta el momento no ha sido secundado por la sociedad. Pero si escondemos los retos que nos plantea la inmigración, como si éstos no existieran, corremos el riesgo de que el virus de la intolerancia se extienda. Y me temo que ése es un peligro que no podemos permitirnos si queremos preservar la convivencia entre todos los ciudadanos.
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