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CÉSAR RUS
Domingo, 9 de mayo 2010, 03:32
Hace unas semanas la visita de Lang Lang a Valencia se convirtió en todo un acontecimiento que traspasó, incluso, las herméticas fronteras del mundo de la música clásica. Al joven pianista le acompañaba todo una industria de marketing y publicidad que le facilita mucho las cosas. Se dice que las comparaciones son odiosas, pero a veces revelan profundas injusticias. Grigory Sokolov no tiene a sus espaldas toda esa industria: graba en una discográfica de segunda; su imagen es la de un señor mayor con su frac que parece ahora no estilarse; físicamente tiene algo de sobrepeso y su figura es algo encorvada; no dedica al público más que las precisas reverencias, ni se dedica a hacerle carantoñas para conseguir su simpatía. Sin embargo, es uno de los mejores pianistas de la historia. Cuando uno piensa en Sokolov y lo compara con un fenómeno como Lang Lang, le invade el terror ante la posibilidad de una época en que no se valore a un pianista por cómo toca, sino por cómo vende.
A la hora de evaluar la capacidad técnica de un pianista, se suele considerar como un valor en sí mismo; sin embargo, la técnica no sólo es un fin, sino también un medio para penetrar en el alma de una obra. Sokolov es de esos artistas que no sabe hacer otra cosa, sino llegar a lo más profundo en cada pieza. Comenzó el concierto con la partita nº2 de Bach en estilo clásico ruso, fuera de cualquier aproximación historicista, pero sin vacuos efectos romanticones; en su versión, la textura polifónica se muestra clara y limpia, sin adulteración del pedal. Además, ese orden, lo combina Sokolov con un magistral efecto expresivo.
A continuación la 'Fantasía' op. 116 de Brahms ejecutada con solidez y austeridad, pero con exquisito sentido expresivo. En la segunda parte interpretó la sonata nº3 de Schumann op. 14, en la que alcanzó las más altas cotas artísticas en el magistral 'andantino de Clara Wieck' recreando a lo largo de sus variaciones, casi un vademécum de sentimientos.
Los insistentes aplausos de una parte del público (otra parte huyó al terminar, como si hubiese fuego) justificó las seis propinas que ofreció, todas ellas de los 'Preludios' op. 28 de Chopin. Dio seis como podría haber dado diez más, pues una parte de la audiencia (entre los que nos contamos unos pocos incombustibles del Palau y un buen número de pianistas y estudiantes), parecía dispuesta a aplaudir hasta el infinito, aunque ya la sala estaba iluminada completamente; porque cuando se toca así, no hay aplauso que haga justicia.
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