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Martes, 17 de agosto 2010, 02:15
Una de las principales ventajas de vivir en un país desarrollado es que tenemos una manera muy sencilla y cómoda de aplacar la sed: nos acercamos al grifo y podemos beber un vaso, dos, todos los que nos apetezcan. El suministro de agua potable -algo que damos por sentado, pero que en muchos lugares del mundo sigue pareciendo una magia pasmosa y lejana- tiene un coste relativamente bajo para la economía doméstica: como media, pagamos un euro y 31 céntimos por cada mil litros, con tasa de alcantarillado y todo. Y, sin embargo, muchísimos españoles suelen recurrir a otro modo de combatir la sed, el agua embotellada, que en el supermercado cuesta entre veinte céntimos y un euro por litro, siempre que no se busque alguna marca particularmente elitista, y en el bar supera el euro por un botellín que se acaba en dos tragos. Todo es H2O, la única fórmula que se nos ha quedado a muchos de nuestras clases de química, pero estamos dispuestos a pagar cientos o miles de veces más por ella cuando viene envasada y etiquetada.
No siempre fue así: pregunten a sus madres, o a sus abuelas, y muchas les dirán que jamás han comprado una botella de agua. Pero, a mitad de los 90, los españoles ya bebían 74 litros anuales por cabeza; en 2008, la cifra se había elevado a más de 134 litros y nos situaba en el tercer puesto del ranking europeo de consumo, por detrás sólo de Italia (197) y Alemania (161), mientras que países como Finlandia, Holanda, Dinamarca, Suecia o Reino Unido no llegaban siquiera a 25. Las organizaciones ecologistas llevan años alertando sobre las graves consecuencias medioambientales de esta pasión creciente por el agua envasada: el plástico de la botella es un derivado del petróleo que, en una elevadísima proporción, nunca llega a reciclarse y, según estas voces críticas, puede tardar un milenio en biodegradarse. El transporte de agua embotellada deja una huella de carbono particularmente absurda, dado que el recurso ya existe en el lugar de destino. «También criticamos la explotación y sobreexplotación de acuíferos que abastecían antiguamente a muchos pueblos: a veces no les llega ya el agua, a veces se privatizan directamente. Y no estamos de acuerdo con que, en España, todo esto se rija por la Ley de Minas y no por la de Aguas», completa Erika González, de Ecologistas en Acción.
Pero ni el precio ni el daño ecológico hacen mella en los consumidores, que siguen amorrándose con gusto a la botella. ¿Por qué? ¿Qué ha convertido el agua envasada en un producto de consumo habitual, omnipresente en calles, playas y lugares de trabajo y común en muchos hogares? Los productores hacen hincapié en sus efectos sobre el organismo: «Se debe a la demanda de un consumidor cada vez más interesado en procurarse un mayor bienestar y en cuidar su salud con productos auténticamente naturales y saludables», comenta Irene Zafra, secretaria general de la Asociación Nacional de Empresas de Aguas de Bebida Envasadas (Aneabe), además de recalcar que «no se trata de ninguna moda reciente», ya que cuenta con siglos de tradición en los balnearios. En España, el 95,8% de la producción corresponde al agua mineral natural y el 2,5%, a la de manantial, frente a lo que ocurre en países como Estados Unidos, donde buena parte de lo que se consume es la conocida como 'agua preparada', que puede proceder en último término de la red pública. Zafra explica que el agua mineral natural es «bacteriológicamente sana, con una pureza original y unas propiedades minerales que se mantienen constantes en el tiempo», frente al agua del grifo, «de origen diverso, principalmente superficial, y de composición variable que obligatoriamente debe tratarse».
Pero los expertos suelen establecer puntualizaciones a ese vínculo tan publicitado entre agua de botella y bienestar. «Un agua de mineralización débil, que es la más habitual, no tiene por qué aportar nada especial. Sólo garantiza una ausencia de minerales que puede tener importancia en el caso de lactantes o personas con patologías concretas», afirma Santiago Navas, investigador de la Facultad de Farmacia de la Universidad de Navarra. Otra cosa son las aguas ricas en minerales, que sí pueden favorecer a determinadas personas -un ejemplo son las aguas abundantes en calcio para quienes no toman lácteos-, pero Navas recomienda cierto distanciamiento ante esos mensajes televisivos que no dudan, incluso, en relacionar el agua envasada con la belleza: «En general, el agua del grifo te ayuda igual que la embotellada, que no es milagrosa. Y el agua no adelgaza ni engorda. Eso sí, sea la que sea, lo importante es beberla, al menos ocho vasos al día en la población adulta, sobre todo en esta época de calor».
Una jarra en Arzak
Un segundo factor que influye en el consumo de agua embotellada es la imagen, el prestigio social, la idea extendida de que tiene un estatus superior al de ese humilde líquido que circula por tuberías y sale por grifos, 'corriente' en los dos sentidos de la palabra. En los últimos años se ha creado incluso un mercado de aguas de lujo que pueden alcanzar precios prohibitivos: marcas como Berg, Tasmanian Rain, 10 Thousand Volcanic o Bling H2O seducen al pijerío más insípido con argumentos como que el agua procede de icebergs, que es lluvia recogida en una isla remota, que la extraen de un glaciar accesible sólo por mar o que lleva cristales de Swarovski en la botella. El récord lo tiene la Bling H2O 'Dubai Collection' adornada con 10.000 cristalitos, cuya botella se fabrica por encargo y cuesta 2.000 euros (agua incluida, claro). Sin llegar ni de lejos a estos extremos, es cierto que muchos no nos atreveríamos a pedir agua del grifo en ciertos bares y restaurantes: en Francia sigue siendo normal que la camarera traiga la 'carafe d'eau', la jarra de agua del grifo, pero en España sigue reinando el pavor a quedar como un cutre. Aunque, según parece, hay gente con arrojo que se ha emancipado de esos miedos: «Sí que tenemos clientes que piden agua del grifo. Se les sirve una jarra con hielos», explican en Arzak, el templo gastronómico guipuzcoano. ¿Y se les cobra algo? «No, no se les cobra nada».
¿Falta algo? Por supuesto: no hemos hablado del sabor. Siempre que algún artículo trata en internet el asunto del agua embotellada, florecen desde distintos rincones de España réplicas del tipo de «se nota que no habéis probado el agua del grifo de Sabadell», por poner un ejemplo. Hay ciudades donde el líquido que sale por la canilla es digno de 'gourmets' y otras donde se tienen reparos hasta para dárselo al perro, así que las generalizaciones no tienen sentido cuando se habla del paladar. En el área metropolitana de Barcelona, sin ir más lejos, se bebe más agua embotellada que de la red urbana: «La gente que consume del grifo dice que te acabas acostumbrando, pero, si tomas agua mineral y después pruebas la del grifo, se te hace un sabor muy raro, a agua tratada -explica Sergio Viñals, de la Organización de Consumidores y Usuarios de Cataluña-. Yo vivo en Molins de Rei y es aún peor: no conozco a nadie que la pueda beber directamente. Nosotros estamos presionando para que esto cambie, porque el agua del grifo es mucho más barata y sostenible».
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