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PEDRO G. MOCHOLÍ gastronomia@lasprovincias.es
Viernes, 5 de noviembre 2010, 01:39
Hacía años que no visitaba El Bulli. La última vez recuerdo que fue una cena el día 29 de mayo del 98, y aunque he seguido la totalidad de sus ponencias en San Sebastián (Lo Mejor de la Gastronomía) o Madrid (Madrid-Fusión), nada es comparable a sentarse a su mesa y disfrutar de sus platos, de su cocina y por supuesto de sus creaciones.
Desde hace años ha existido un prolongado debate, entre aquellos que defienden si la cocina debe de ser considerada como arte, o aquellos que no la aceptan como tal. Pero tengo que reconocer que ese debate desarrollado por la creatividad culinaria de Ferrán, queda despejada con un rotundo sí.
Y uno no tiene porqué sentir reparos al reconocer que después de realizar mi última visita (10-10-10) me he visto sumido por el llamado "Síndrome Stendhal". Este síndrome se le atribuye a Henri- Marie Beyle, cuyo seudónimo era Stendhal. El autor francés, reconocido que después de su primera visita a la Basílica de Santa Cruz en Florencia en 1817, había experimentado extrañas sensaciones. Sensaciones que trasmitió en su libro Nápoles y Florencia: Un viaje de Milán a Reggio.
Y es posible que consideren algo excesiva mi comparación; es posible, ya saben que todas las comparaciones son odiosas. Pero uno no tiene más que reconocer que siempre habrá un antes y un después de tan memorable cena.
Sentado a la mesa y plato tras plato, bocado tras bocado, uno no puede evitar la pregunta de donde Ferrán alcanza tales dosis de creatividad. Una creatividad que es una mezcla de inquietudes y de genialidades, pero ambas basadas en una impecable lógica.
Los 45 platos de los que disfrutamos en el menú se me antojan como sensaciones únicas, por qué si en algún momento alguien las hubiera pensado, jamás ha tenido la osadía creativa que Ferran posee para desarrollarlas y presentarlas en una mesa.
Ferrán ha cambiado los conceptos de la cocina, de la gastronomía, pero lo ha hecho sin saltarse el primer mandamiento de ambos conceptos; el de alimentar. Pero le añade unos ingredientes fundamentales, y que muy pocos los perciben, como son la personalidad, la originalidad y sobre todo el ingenio.
La capacidad de asombro que pude sentir, pueden ser similares -desde el punto de gastronómico- a las que sintió Stendhal cuando visitaba Florencia, pero aquí hay un valor añadido; puedes disfrutar de su sabor, de su textura, y además sentirte alimentado.
Comer sin duda es un acto necesario, pero en manos de Ferrán pasa por ser un acto inimaginable. Una sensación que ayudada por los sentidos alcanza un camino impensable, cuyo único final es el de disfrutar.
A media tarde llegábamos al hotel Almadraba Park de Rosas. El Almadraba Park es un hotel familiar que se encuentra situado en la parte menos poblada de la localidad, con vistas al Mediterráneo. Quería disfrutar del atardecer de Rosas, de esos atardeceres del Ampurdán, pero el temporal poco a poco lo iba nublando.
Camino hacia Rosas
A El Bulli hay que ir con algo de tiempo, hay que disfrutar de toda la atmósfera que le rodea. Es por ello que apenas pasados unos segundos de las 8 hacia la entrada, ciertamente emocionado; lo reconozco.
La primera alegría, el saludo con Luis García, con quien había intercambiado los correos -que aún guardo de recuerdo- para la confirmación de la reserva, y que se acordaba de mi última visita en mayo del 98. Tras el perceptivo saludo a Juli Soler, paso obligado por la cocina- la emoción sigue subiendo- y tras una conversación con Ferrán, una foto para el recuerdo. Una ojeada a la cocina y percibes un innegable ritmo de trabajo, donde todos los cocineros están inmersos en sus tareas, todos ellos acompasados como la maquinaria de un reloj suizo, demostrando una indiscutible profesionalidad.
Cruzamos el comedor y sentados en la mesa comenzamos el aperitivo con una copa de champagne; 45 platos, 45 bocados nos esperan y que mejor que unas delicadas burbujas para prepararnos para la empresa.
En el menú encontramos varias secuencias o apartados y que comienzan por unos sorprendentes cócteles, todos ellos comestibles: fresas miméticas con Campari, flauta de mojito y manzana o la almendra-fizz con amarena-LYO. La primera reflexión viene por la flauta de mojito, pues es en el paladar donde se ensamblan todos los ingredientes del cóctel. Esta es una constante en muchos platos de Ferrán, donde la finalización del plato la realizas tú en tu boca; genialidad absoluta.
Le sigue empanadilla de nori.; Globo de gorgonzola que se rompe por la cima y se raya nuez moscada;Cornete de aperitivo; en dos bocados. Porra de parmesano; sorprendente. Galleta de caviar y avellana; escerificación. Tortillas de camarones, juego de contrastes; azucarada y crujiente. Won-ton de rosas con jamón y agua de melón; evocaciones al melón con jamón. Canapé de jamón con jengibre; impecable.
Comienza a aparecer el marisco: langostino hervido, y la apetecible gamba en dos cocciones; una primera que nos presenta la cabeza y sus jugos servidos en una cuchara, la segunda nos presenta la parte de cola cocida pero en la que ha frito las patas, para comerlo todo al tiempo. Se sigue con las codornices en escabeche de zanahoria, plato que se finaliza en la mesa. Memorable es el tártar de tomate, aderezado con cristales de sal.
Seguimos con producto y técnica: caviar trufado, más esferificación. Suculenta la oronja trufada. Y punto y aparte el "Drap" de tartufo (trufa blanca), inolvidable plato que consta del "macaron" de parmesano y de un blini trufado; la primera trufa blanca del Piamonte.
Otro plato inolvidable: papillote de endivia 50%, técnica de los 80 pero actualizada por Ferrán. Capítulo japonés que comienza con las cerillas de soja, a la que continúa la osadía del sushi de médula y ventresca, y la audacia de platos como: hígado de rape Osaka con coco, la anémona fría con percebe, y la nécora anémona (servida en el propio caparazón). Continuamos con la fusión latina: ceviche de almejas y cactus kalanche, cóctel de ceviche y almejas, taco de Oaxaca, una plato para la historia: gazpacho y ajo blanco.
Más genialidades de temporada; la caza. Tórtola con risotto de moras al cardamomo. Macarrón de caza y foie gras. Ravioli de liebre con su boloñesa y su sangre. Y otro plato audaz, pero lleno de genialidad: fresas calientes con consomé de liebre.
Comienzan los postres, pero continúa el ingenio: castañas miméticas. Marrón Glacée trufado. Terrón de azúcar al te y lima. Lulo a la parrilla. Estanque ¿paisajes comestibles? Coca de Cristal, y Rosa de Manzana.
Para finalizar una inimaginable caja repleta de bombones, golosinas y petit fours.
Dos hechos a destacar del menú: apenas utilizas los cubiertos, salvo en unos pocos platos, y el pan no aparece en ningún momento. Y el servicio en todo momento perfecto; alegre ma non troppo.
De verdad, una cena inolvidable. ¿La mejor de la vida?, si no vuelvo a El Bulli; sin duda.
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