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Valencia enloqueció al ver pasar el primer ferrocarril
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Valencia enloqueció al ver pasar el primer ferrocarril

En 1852 la ciudad festejó la llegada de un transporte que significaba progreso pero imponía temor

F. P. PUCHE

Sábado, 18 de diciembre 2010, 01:24

Cuando los Reyes de España inauguran la línea de alta velocidad Madrid-Valencia, que ha de cambiar el futuro de Valencia u su región, es preciso recordar la admiración, la emoción e incluso el miedo con que los valencianos vieron pasar, en 1852, el primer ferrocarril, jadeante y ruidoso. Ocurrió el domingo 21 de marzo de 1852, en presencia de los duques de Montpensier, invitados de la Casa Real. Mientras el pueblo sencillo, entre admirado y asustado, presenció el paso de la locomotora engalanada y sus vagones, la sociedad más formada entendió enseguida que el ferrocarril era la oportunidad del progreso al servicio de la economía, la cultura y el desarrollo.

El primer ferrocarril de la España peninsular fue el que en 1848 cubrió la línea entre Barcelona y Mataró. El segundo, abierta la disputa entre las compañías e intereses del marqués de Salamanca y el valenciano marqués de Campo, fue el que el 9 de febrero de 1851 conectó Madrid con Aranjuez, residencia real veraniega. El tercer trayecto ferroviario fue el que unió el Grao con Valencia, tramo primero de la línea 'Ferocarril del Mar a San Felipe de Játiva', comprada por José Campo al concesionario Volney, que la había obtenido del Gobierno en 1850.

El derribo de un lienzo de la vieja muralla de la ciudad, en las inmediaciones de la plaza de toros, fue el pistoletazo de salida de unas obras que se iniciaron el 26 de febrero de 1851 y, poco más de un año después, estaban ya disponibles. Campo, un emprendedor nato, que aún no había sido premiado con el título de marqués, emprendió las obras a su costa; pero pronto fraguó una sociedad presidida por el duque de Riansares -esposo de doña María Cristina, la reina madre-y en la que el valenciano Luis Mayans era vicepresidente. Entre todos reunieron 26 millones de reales con el fin de hacer llegar los raíles hasta Xàtiva y, en su día, continuar por el valle de Moixent hacia Almansa, por donde había de descender la línea destinada a conectar Madrid con Alicante.

Campo trajo a Valencia a James Beatty, un ingeniero británico especializado tanto en el tendido de puentes y taludes como en la construcción de estaciones. En los primeros días de marzo de 1852, como Vicente Vidal Corella escribió en su libro «La Valencia de otros tiempos», el gerente de la empresa presentó a las autoridades la maravilla que iba a hacer posible el viaje de pasajeros y mercancías a la más alta velocidad nunca vista: ¡veinte kilómetros por hora! Era 'La Valenciana', una flamante, humeante locomotora inglesa, con que los invitados, como ha ocurrido recientemente con el AVE, hicieron un primer trayecto entre el Grao y el puente sobre el Turia.

Era la obra de ingeniería de mayor importancia y riesgo de un trayecto lleno y sencillo, entre Valencia y el Grao, donde apenas tenía otras dificultades. El 18 de marzo, dos locomotoras -'La Valenciana' y 'La Setabense'- hicieron varias veces el recorrido entre las dos estaciones, portando numerosos vagones, para ensayar y familiarizar al personal en lo que habría de ser el trayecto habitual. Los invitados de honor a la inauguración fueron los duques de Montpensier, que estaban en Valencia desde primeros de mes. Antonio María Felipe Luis de Orleans, el duque, y su esposa, la infanta María Luisa Fernanda, hermana de la reina Isabel II, presidieron los festejos, en los que se volcó la ciudad entera. Aunque el cielo estaba lluvioso, Valencia estalló en banderas, guirnaldas y músicas el día en que la primavera llegaba.

Para empezar «se había engalanado a los dos monstruos de hierro con la toilette de una ninfa». Pero es que todo el énfasis romántico de aquellos años se aplicó a la tarea de recibir alegremente lo que sin duda era un símbolo evidente del progreso, destinado a cambiar la vida, el comercio, la economía y la cultura. Si José Campo fue obsequiado con un estandartes conmemorativo, los duques de Montpensier recibieron un precioso libro con los mejores poemas que los vates locales habían dedicado a la máquina de vapor en un certamen oportunamente convocado.

El arzobispo, monseñor García Abella, bendijo solemnemente las locomotoras y las instalaciones. Y en cuanto los duques y las autoridades ocuparon los coches de primera, tapizados de terciopelo granate, los invitados empezaron a disputarse las plazas en los vagones de los dos convoyes, literalmente asaltados en una carrera que no respetó ni a los consejeros ni a los familiares de los empleados de la compañía.

Vuelo de palomas y de campanas, música de bandas militares y algarabía general fueron los acompañantes del tren inaugural, que silbó, inundó la estación de vapor y se movió obedeciendo a la señal de un cañonazo. Miles de personas se habían agolpado a los lados de las vías, incluso temerariamente: porque se abalanzaban para recoger las octavillas que, con poemas dedicados al ferro-carril, se arrojaban desde el tren. El convoy, tras cruzar la ronda de la muralla (hoy calle de Játiva) se ciñó al círculo de la plaza de toros, en cuyas galerías altas la Diputación había instalado graderíos, a cuatro reales el asiento y beneficios para el Hospital, para contemplar el paso de los trenes. Tras rodear el coso taurino, inaugurado apenas hacía dos años, el flamante ferrocarril emprendió una línea recta entre huertas, por lo que hoy, gracias a la vía, es la avenida del Reino de Valencia, hacia el puente del Turia.

Ni que decir tiene que el Grao reservaba una fiesta aún mayor al ferrocarril. Miles de personas esperaban ver llegar el convoy, mientras sonaban músicas militares, se disparaban cohetes y el viento agitaba las banderolas. Pocos vecinos de los municipios del mar, sin embargo, pudieron hacer el viaje: los que habían venido desde Valencia se negaron a dejar libre su asiento. Estaban decididos a regresar para paladear lo mejor que proporcionaba el gran adelanto ferroviario: la locura de la alta velocidad.

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