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MARTA QUEROL
Sábado, 29 de enero 2011, 01:30
Vivimos rodeados de gente. A la mayoría ni los conocemos ni nos importan. Pasan por nuestro lado sin que sepamos qué hay detrás de un ceño fruncido o de una mirada perdida. Con otros llegas a relacionarte, hablas, incluso te preocupas por sus cosas aunque en realidad tampoco los conoces y el trato, más o menos cercano, se queda en los límites de la educación; a veces incluso se aproxima a la línea que divide la simpatía de la amistad.
Y luego están los amigos de verdad, los pata negra, esos que dicen que se cuentan con los dedos de una mano pero que en ocasiones y por fortuna son algunos más. Personas que entran por el torrente sanguíneo hasta el corazón y que se hacen un hueco en él tan grande y sólido como cualquier otro órgano. Son aquellos con los que te ríes cuando se ríen, te preocupas cuando sufren, ayudan a levantarse cuando uno se cae y, algo tal vez más difícil, se alegran y disfrutan con tus éxitos tanto como si fueran suyos, igual que tú te alegras de los de ellos. Con los amigos de verdad la relación es biunívoca y equilibrada; no perfecta, pero sí compensada. Los amigos se aceptan, nos aceptamos, con nuestros defectos y divergencias, y para llegar a eso hace falta madurez, amor y vivencias compartidas; es curioso como los malos momentos unen a los amigos de verdad y ahuyentan a los postizos. Es la prueba del algodón.
La amistad auténtica sobrevive a la distancia y al tiempo. Incluso a la muerte. Por eso cuando la desgracia cae como un zarpazo y se lleva a uno de estos a los que tu corazón siente e identifica como 'amigo', duele como si te hubieran amputado un miembro y a la vez sientes que sigue ahí, dentro de ti, aunque ya no esté. Y será todo lo atesorado, el recuerdo de lo vivido y compartido, una vez amortiguado el dolor, lo que hará que la herida cierre, aunque la cicatriz quede para siempre. Porque como dijo Alberto Cortez en una canción maravillosa, cuando un amigo se va queda un espacio vacío, que no lo puede llenar la llegada de otro amigo.
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