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POR PAULA PONS
Viernes, 11 de febrero 2011, 01:31
Siempre he pensado que la edad es un estado mental. Tengo amigas que a los 20 años eran unas auténticas marujas y amigos que a los 45 se siguen comportándose como jovencitos inmaduros. Quede patente que a mis 30 años no me considero mayor, sin embargo sí que detecto ciertos matices que indican una evolución hacia un estado mental hasta ahora desconocido. Cierto día te levantas y empiezan a molestarte las mismas cosas que le molestaban a tu madre y que juraste que nunca te incomodarían, como no hacerte la cama o convivir con esos desagradables pelos en el lavabo.
La primera vez que me di cuenta de que mi cerebro ya no procesaba como antes fue hace unos años cuando acompañé a unos amigos y a su hija pequeña a un parque temático y sólo me monté en las atracciones permitidas para menores de 10 años. Otro síntoma de que ese divino tesoro se va alejando aparece cuando los niños te empiezan a llamar señora. ¿Señora? Pero qué se habrá creído este mocoso maleducado. Sin olvidar que a determinada edad el cuerpo de la mujer comienza a regirse por la ley de la gravedad y que es infinitamente más difícil que antes perder esos kilos que ganaste después del atracón navideño, la prueba indiscutible de que vas dejado atrás tu juventud es que en vez de salir de juerga un sábado por la noche, escojas pasar una mañana de domingo soleada leyendo el periódico en una terraza mientras desayunas. Y a pesar de que soy una firme defensora del peterpanismo y reivindico el no hacerse nunca mayor del todo, prefiero disfrutar de ese instante dominical con toda la plenitud de mis facultades a la cada vez más insoportable resaca del día después.
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