EL VECINO DE ARRIBA

Ante la imposibilidad de seguir pagando el alquiler, hace unos meses tuve que cambiar el precioso pisito en el que residí durante dos años en un barrio céntrico, moderno y repleto de progres por otro, mucho mejor, todo hay que decir, que mi familia me deja sin contraprestación alguna hasta que consiga centrar mi vida e hipotecarme hasta los 70 años. La zona en la que vivo ahora es un barrio rico, pijo, que rezuma conservadurismo y cierto aire carca, y al que sin embargo, he conseguido adaptarme sin problemas.

En ese edificio donde antes viví tuve una vecina, con pinta de yonki y look poligonero, madre de un niño de cuatro años al que conocían en todo el vecindario debido a los gritos que lanzaba la susodicha cada vez que salía de casa. «¡Juanviiiiii, que vengas!» En muchas ocasiones tuve ganas de asfixiarla, sobre todo cuando sus atronadores aullidos coincidían con mi siesta. A pesar de todo, le cogí cariño. En el bloque donde hoy habito, el vecino de arriba es un cuarentón atractivo, soltero, elegante y educadísimo, al que de vez en cuando se le va la mano con los rayos UVA. El otro día nos cruzamos en el ascensor y me comentó, con modales exquisitos, que en una de las mesitas que adorna nuestro portal había aparecido, después de mi mudanza, un sospechoso y minúsculo rascón del que presuntamente yo era responsable, que rompía la armonía del patio. Mi vecino dejó caer si me podía hacer cargo y arreglar tal destrozo. Después de un momento de incredulidad, sólo pude sentir lástima por él. ¿Qué vacía debe ser tu vida para que te preocupe una cosa así? Sin ninguna duda, prefiero la irritante voz chillona de mi anterior vecina a la absurda e inútil perfección del actual.