«No me atrevo ni a salir de casa»
Decenas de indigentes conviven en unos edificios ruinosos de ValenciaMuchos vecinos del Carmen están atemorizados por el trasiego de drogadictos y los constantes incidentes del inmueble
FERNANDO MIÑANA
Jueves, 28 de abril 2011, 17:31
Aissam habla por los codos en sus momentos de lucidez. Este egipcio de pelo azabache y ojos saltones recuerda que no hace mucho, antes de ser presa de la droga, de la indolencia, del abandono, vivía como un rajá. Tele de plasma, electrodomésticos «de mil euros» y muchos lujos más se repartían el espacio en su apartamento. Pero lo perdió todo, y ahora habita, malvive, más bien, en los apartamentos de la miseria, en los edificios ruinosos de la calle Beneficiencia, en la nuca del IVAM, en el Carmen.
En un castellano perfecto explica, mientras se lleva un cigarrillo a la boca por la que asoma una dentadura marcada con las inconfundibles muescas de la droga, que él no es un mequetrefe, que él es un tipo culto, una persona que, antes de arruinar su juventud, estudió Psicología y, después, empezó Filosofía. «Pero lo perdí todo por amor», se sincera mientras ladea la cabeza hacia su pareja, una española que se ha sentado frente a la vivienda. Ella está embarazada y ella, según explica su compañero, lo arrastró hasta ese submundo.
Al girar la esquina, en la calle Ripalda, una mujer abre el portal y sale en busca del butanero. La anciana evita salir del anonimato antes de explicar que los vecinos de la calle Beneficiencia, los mismos que han incendiado el edificio, los mismos que trasiegan con la droga, los mismos que arman bulla día sí y día no, están estropeando el barrio. La mujer sabe de lo que habla. «Llevo 49 años viviendo aquí y esto ya no se parece en nada a lo que yo conocí. Ahora, desde que está toda esta gente, no me atrevo a dejar la puerta abierta, no me atrevo ni a salir de casa».
Su marido, con una mirada, le indica que se contenga, pero hasta él acaba echando pestes de los indigentes. «Los fines de semana se reúnen ahí casi 200 personas. Nosotros no nos metemos con nadie y es una lástima que no tengan dónde vivir, pero es muy desagradable tener a esta gente tan cerca».
Al otro lado, en la calle Na Jordana que acota el costado opuesto de ese tramo de miseria, otra mujer camina deprisa cargada con la compra. Tiene miedo. «No me gusta detenerme cerca de esas casas», explica antes de recordar que hace un par de noches hubo gresca. Se refiere a los cinco inmigrantes heridos después de que un argelino la emprendiera a palos y navajazos con todo el que se le cruzara.
La convivencia no es dócil en ese insalubre laberinto de escaleras, pasillos y butrones que comunican todos los pisos en horizontal y en vertical. Abajo, en varios huecos a los pies de una fachada repleta de pintadas y grafitos, unas planchas de madera hacen de puerta. Por allí entran y salen estos nómadas de la ciudad. Éste es su último destino. Hasta que los desalojen.
La novia de Aissam dice que eso ocurrirá dentro de dos días. Y pide clemencia. «Sí que ha habido follones, pero lo malos ya se han ido. Los que quedamos ahora somos gente tranquila que vamos a nuestro rollo y no molestamos a los vecinos. No hacemos daño a nadie». A su lado, el egipcio sigue dándole al pico. «Aquí hay mucho ignorante. Yo, muchas veces, les pregunto: '¿Tú sabes cuánto mide la circunferencia de la tierra?' Y no tienen ni idea. No saben de historia, ni de geografía. No saben de nada. Yo sí, yo terminé la carrera con el número 20 de mi promoción», cuenta antes de sacar sus papeles, de mostrar que tiene 32 años y que su nombre, Aissam, leído al revés, suena como masía. Y entonces, desde un balcón de los apartamentos de la miseria, alguien, tal vez harto de tanta cháchara, lanza un zapato. Y luego otro. En sitios así, a veces es mejor no hablar más de la cuenta.
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