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PEDRO J. DE LA PEÑA
Martes, 21 de junio 2011, 02:13
Si la monarquía de Alfonso Xlll cayó en unas elecciones municipales en abril de 1931, la de-construcción de España se ha iniciado ya a partir de las elecciones municipales y autonómicas del pasado 22 de Mayo.
Con Bildu en cien ayuntamientos del País Vasco y con Convergencia y Unió en otros 400 ayuntamientos de Cataluña ¿quién le pone el cascabel al gato? Desde luego, no los políticos convenencieros que venden a su madre patria por un puñado de días en el poder o por una futura aureola de «pacificadores» de la violencia terrorista.
España necesita un revolcón de ideas, ya que el proceso degenerativo de nuestra reciente historia política ha recorrido el país entero a mucha más velocidad de la que supusieron sus inicios re-generativos. En estos momentos estamos en el lodazal, sumidero o muladar de las causas perdidas y eso tampoco lo van a arreglar unas elecciones generales, por poco o mucho que tarden en llegar, pues los males de nuestra democracia son ya endémicos y se requiere una nueva Constitución y una nueva Ley electoral que van para largo.
En realidad el proceso tendría que ser al revés: primero, una regeneración moral; luego, una regeneración intelectual y, finalmente, una regeneración política. Eso tan sólo puede lograrse con un movimiento de sectores sociales que tengan una autoridad filosófica, ética y de compromiso público muy superiores a las bienintencionadas revueltas callejeras que puedan significar movimientos como los del 15-M. Es decir, una nueva generación como la de 1898, con pensadores como Miguel de Unamuno, Ramiro Maeztu, Ortega y Gasset o Marañón, gentes serias e instruidas y capaces de repensar España en términos de intereses colectivos.
José María Valverde define a la Generación del 98 como «la respuesta a una situación». Lo cual es decir muy poco (puesto que todas las generaciones son la respuesta a una situación) pero también es decir lo suficiente: que la respuesta fue la adecuada para el momento de crisis total que se vivió en España a finales del siglo XlX y que, al fracasar en sus apoyos político-sociales, supuso la llegada de la dictadura de Primo de Rivera. Ni entonces ni ahora (ni nunca) son deseables los cuartelazos que terminan como el Rosario de la Aurora.
Los fundamentos tienen, por tanto, que ser sólidos y desarrollarse en un calado de una profundidad acorde con el terremoto que nos amenaza. Utilizando un doloroso símil propio de recientes catástrofes, tenemos que construir como los japoneses, no como los chapuceros arquitectos de Lorca que en una ciudad de riesgos sísmicos levantaron unos edificios con las paredes de papel.
El terreno para nuestra reconstrucción tiene un solar muy sólido. Como guía moral del país debemos reconocer que toda Europa nace, crece y se desarrolla a partir de las ideas evangélicas surgidas del Cristianismo. El Nuevo Testamento es un código de conducta que ofrece la confianza de 2.000 años de vigencia inmarchitable. Se puede -y se debe (por descontado)- criticar a las distintas iglesias católica, ortodoxa, griega, copta, anglicana o nestoriana, pues lejos de ser perfectas han demostrado inclinaciones perversas en el uso y disfrute de su poder temporal. Nada de eso, sin embargo, invalida el hecho de que la gran revolución social y la fuerza espiritual del cristianismo son signos irremplazables de cuanto debemos seguir siendo en nuestras convicciones más profundas: el rechazo al dolor, abuso y crimen contra nuestros semejantes y el perfeccionamiento de nuestras cualidades en búsqueda de la excelencia interior.
Asumir nuestra historia en términos intelectuales es otro requisito imprescindible para cualquier mejora en el futuro. Saber que fuimos un gran país siempre que nuestras fuerzas centrípetas se impusieron frente a los criterios centrífugos. El califato de Córdoba fue con mucho algo muy superior a los reinos de taifas; del mismo modo que la expansión de todo el derecho romano, las lenguas españolas y la fe católica unidas por nuestros soberanos en el siglo XV y perpetuadas hasta el siglo XVIII culminaron la grandeza de un país que no ha hecho otra cosa que retroceder desde entonces.
«Más se perdió en Cuba» -es frase que se dijo mucho a partir del «Desastre» que nos hizo perder también Puerto Rico y las Islas Filipinas y las colonias del Pacífico Sur- pero ya no es cierto. Se está perdiendo mucho más ahora, con la de-construcción del territorio interior que amenaza con el secesionismo de Cataluña, el País Vasco y otros islotes del antiguo reino que unía Aragón, Castilla, Navarra, Canarias, Baleares, Andalucía, Ceuta y Melilla, bajo una misma corona, ahora amenazada por las veleidades políticas. Durante quinientos años esa unión ha prevalecido contra vientos y mareas.
Un intelectual de gran talla como Pedro Laín Entralgo («La Generación del 98», Editorial Austral), supo leer el cambio de tendencia filosófica que suponía olvidarse del decadente pensamiento francés de Descartes, Montesquieu, D'Alembert o Boileau, para renovarse con Hume, Dilthey, Kraus, Freud, Nietzsche o Einstein y saber que un mundo desaparecía para alumbrarse otra aurora, teñida del rosa amanecer, aunque también perecedera.
Otro 98 es posible. Pero no el que predican los nostálgicos del euro-comunismo, los revitalizadores del París del 68 o los yupis de Wall Street. Necesariamente hemos de mirar a otros lugares, no porque hayan pasado de pobres a ricos (como Brasil, China o La India) sino porque han sabido construir sobre ideas impulsoras, sobre mecanismos afianzados en bases sólidas, llevando a sus pueblos a la convicción del esfuerzo colectivo, en lugar de separarlos a través de ideologías fracasadas y sectarismos políticos que no tienen otra razón de ser que la ambición de sus gobernantes.
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