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El joven Azorín conoció a un Llorente mayor.
VISTAZO DE AZORÍN SOBRE LLORENTE
Sociedad

VISTAZO DE AZORÍN SOBRE LLORENTE

PEDRO J. DE LA PEÑA

Sábado, 2 de julio 2011, 12:35

Un joven José Martínez Ruiz, proveniente de Monóvar y bachiller por Yecla, llegó a Valencia con la intención de estudiar leyes a finales del siglo XIX. Después de instalarse en una casa de huéspedes en la calle de las Barcas, inició sus estudios universitarios con poco interés y aprovechamiento en la Universidad Literaria de la calle de La Nave, con quien mantuvo la discrepancia de considerarla mucho más jurídica que dotada para el noble arte de la escritura, por lo cual sólo dos cosas le interesaron de dicha Universidad: «la estatua de Vives y el reloj».

Ese Azorín rebelde, que todavía no se llama 'Antonio Azorín' sino José Martínez con diversos pseudónimos, es, sin embargo, un lector apasionado y un frecuente visitante de la biblioteca del Ateneo en la ciudad, gracias a lo cual se interesó por los periódicos existentes entre los que destacaban 'El Mercantil Valenciano' de don Paco Castell, el recientemente inventado 'El Pueblo' de don Blasco Ibáñez y el decano 'Las Provincias' de don Teodoro Llorente Olivares.

El primer contacto de Azorín con el «poeta, historiador, periodista, traductor de Goethe y amigo de Mistral» se produjo con la clara intención de colaborar en la casa y hacerse un hueco como periodista. Pidió por eso una audiencia, seguramente a través de alguna personalidad valenciana como el doctor Moliner, y se presentó, carta en mano, en el despacho de Llorente que él recuerda con una lámpara de luz verde, «que resalta en lo tenebroso». Es decir, el contacto resultó inútil y Llorente, tras leer la carta con discreto interés, negó a 'Charivari' la posibilidad de escribir en su diario.

Es lógico que Llorente no sintiera especial interés por la colaboración de aquel joven que llevaba una ancha capa de color negro, se acompañaba de un paraguas rojo y lleveba cuello de pajarita con plastrón y despotricaba de los dramones de don José Echegaray mientras leía con gran interés a Bakunin y a Lombroso, que estaban en la antítesis del pensamiento cristiano y moderado que defendía don Teodoro. Era Azorín todavía un joven inmaduro y rebelde que no se comparecía con la voluntad reformista del padre de la Restauración valenciana.

Ocurren estas cosas, como digo, a finales del siglo XIX, y para precisarlo aún mejor, hacia el año 1894. Pero los años pasan y tras su marcha a Madrid, en 1896, Azorín lo consigue todo. Se lo rifan los periódicos y las revistas de la capital. Escribe en la "Revista Nueva", en "Juventud", en "Arte Joven" y en periódicos como "El País", "El Globo", "ABC", y, finalmente, en Los Lunes de "El Imparcial" de Ortega y Gasset en donde se consagran todos los talentos literarios del 98. Adquiere Azorín tal eminencia que es íntimo amigo de Antonio Maura, pasa a ser diputado con el Partido Liberal Conservador y se convierte en subsecretario de Estado en los años 1917 y 1919. En esas épocas ya no recuerda el disgusto que le produjo su encuentro con Llorente y la tristeza de que se rechazase su colaboración.

Pasan muchos años más, diría Azorín. Va a estallar la Guerra Civil y estalla. Azorín decide escaparse a París y durante ese exilio le vienen los recuerdos de su juventud. Está con muchos otros compatriotas con los que comparte esos recuerdos y que le dan para escribir su libro 'Españoles en París'. Ve cómo, en su memoria habían almacenados nombres que durante un tiempo no osaron aparecer en un primer plano: don Francisco Mencheta, el periodista; don José Villó Ruiz, el catedrático de derecho; don Eduardo Escalente, el comediógrafo; don Vicente Blasco Ibáñez, el novelista; don Joaquín Sorolla, el pintor, y por qué no, también el sastre Coquillat 'o la elegancia', que es un homenaje a la estética dandy en la que ahora se aferra la supervivencia de Azorín. Pero ante todos, y sobre todos, aparece don Teodoro Llorente Olivares.

Esos recuerdos se fraguan en el exilio, pero la guerra no es eterna y Azorín regresa una vez terminada y, aunque se siente incómodo (o quizá precisamente por eso) ante la situación dejada por la guerra en la corte de España, decide escribir todos sus apretados recuerdos sobre Valencia entre febrero y marzo de 1840, y así sale su libro 'Valencia'.

Dos artículos dedica Azorín a Llorente, uno titulado con su propio nombre y otro siguiente que titula 'Sus ademanes'. En el primero relata aquel encuentro doloroso de los años pasados y nos plantea un retrato elocuente en donde estima que la obra de Llorente merece un lugar en nuestra historia.

Dice concretamente lo que sigue: «Llorente escribe. Un hilo va desde él, en el presente, hasta el pretérito remoto. Ese hilo señala la estirpe de humanistas valencianos. Teodoro Llorente es el último de ellos en el tiempo. Desde Juan Vives se va bajando, de escalón en escalón, hasta el poeta».

Triunfador y glorificado por el éxito, Azorín no siente ya ninguna amargura ni se recrea en el dolor que ha superado con magnanimidad. Al contrario, ve con admiración y con cariño al fundador de 'Las Provincias'.

Le atrae la tranquilidad y serenidad del personaje. «Lo que me sedujo de mi primera visita a Teodoro Llorente fue su aire de tranquilidad y lentitud. Ahora, después de una vida impetuosa y febril -ímpetu y febrilidad en el trabajo -, lo que gravita sobre mí dulcemente son dos vocablos; es decir, lo representado por estos dos vocablos: sosiego y reposo».

La paz está hecha ante ellos y cada uno ha entendido ya los valores del otro, los méritos del otro que quizá les fuera imposible comprender en el primer contacto.. Pero el sosiego de Llorente, su calma, su actitud para el trabajo, la densidad de su pensamiento y el constante apoyo a las causas y los intereses de los valencianos, son para Azorín inestimables y le sigue recordando con esa luz de la lámpara verde que deshacía las tinieblas de su despacho iluminando las cuartillas blancas sobre las que Llorente escribía.

Azorín explica maravillosamente bien ese tránsito entre el roce primero y la admiración segunda hacia el poeta valenciano. Y dice: «el tiempo es cosa tan peregrina que en estos difíciles y dolorosos trances va, poco a poco, limando las asperezas, aplacando las irritaciones, haciendo que se olvide el agravio».

Magnífica lección de sabiduría la de estos dos personajes cuyas inteligencias supieron mantener la distancia de sus inicios y la convergencia posterior de sus vidas en el servicio a la causa de Valencia.

Lección definitiva para jóvenes rebeldes y para caminantes meditabundos que parecen seguir distintas veredas hasta que llegan al lugar del encuentro. Así, dos valencianos ilustres, Llorente y Azorín, plantean su reconciliación como el modo más sutil de mantener viva una necesidad para el progreso: la valencianía de bien.

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