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POR PAULA PONS
Viernes, 2 de septiembre 2011, 02:45
Este verano he asistido a un curso avanzado de maternidad. Intensivo, gratuito y gracias a Dios, sin prácticas obligatorias. Dado que la mayor parte de mis amigas o están embarazadas o se encuentran en periodo de cría de sus cachorros, estos meses he sido testigo de cómo el 90% de las conversaciones giraban en torno a un único tema. Sospecho que existe un gen, hormona, enzima o virus que se inocula en el momento en el que una mujer descubre que va a ser madre y le impide hablar de otra cosa que no sean cesáreas, papillas, pañales o guarderías.
Consciente de que la aventura de formar una familia debe ser absorbente a la par que fascinante, he llegado a la conclusión de que a pesar de entregarnos encantadas a la causa, la vida de las mujeres durante esa época está condenada a su nueva condición de progenitora. Por eso entiendo que a falta de otras experiencias vitales, tu amiga, esa que en el pasado fue la más punki e irresponsable de la pandilla, te explique con pelos y señales y un entusiasmo un tanto ridículo, como fue el último eructo de Andresito o la gran proeza de Laurita que ha descubierto cómo se pasan las hojas de una revista. En esas ocasiones, a mí me sale hablar de mi perro, que técnicamente sigue siendo un bebé, y contarles que ya ha aprendido a devolverme la pelota. Al detectar la perplejidad en sus rostros ante desigual comparación de especies, intento cortarme, pero a veces mi orgullo de madre me traiciona. Tampoco ambas experiencias están tan alejadas entre sí. De hecho, criar a un animal requiere de una enorme entrega. Al menos, sus hijos, con un poco de suerte, se irán de casa al cumplir los 35, pero mi perro Blues nunca se va a independizar.
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