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Domingo, 16 de octubre 2011, 02:05
Castellón entero se estremeció al conocer la historia de Marian Mirita, un inmigrante de nacionalidad rumana llegado a la provincia -como tantos otros- alentado por la promesa de un futuro algo más prometedor que el que le esperaba en su Targoviste natal. Sin embargo, la suerte no estuvo de su parte y el 4 de septiembre de 2007, desesperado, se roció de gasolina y se quemó a lo bonzo en señal de protesta.
Lo hizo en plena plaza María Agustina y entre los testigos directos de la escalofriante escena se encontraban su mujer y sus dos hijos, así como un nutrido grupo de periodistas, cámaras de televisión y fotógrafos que en ese preciso instante salían de un acto celebrado en las dependencias de la Subdelegación del Gobierno.
La frialdad con la que este ciudadano rumano de 44 años de edad se sujetaba la camiseta mientras ésta comenzaba a arder, dejó atónitos a los allí presentes, así como a quienes posteriormente contemplaron las imágenes registradas por los medios de comunicación. Casi de inmediato, dos guardias civiles se abalanzaron sobre él para tratar de apagar las llamas pero cuando por fin lo lograron, el fuego ya le había causado quemaduras en el 70 por ciento de su cuerpo.
El drama personal de Marian Mirita no comenzó en Castellón. No obstante, fue esta ciudad la que le abrió los ojos definitivamente. Aquí es donde comprendió que su sueño de lograr una vida mejor para él y para su familia estaba muy lejos de cumplirse.
Llegó a la capital de la Plana con una oferta de trabajo que resultó ser falsa. Se sentía engañado y totalmente frustrado y, el hecho de que la gran mayoría de sus compatriotas desplazados hasta Castellón -por aquel entonces eran ya alrededor de 40.000- se encontrasen en ese momento en la misma o similar situación, no le servía de consuelo.
No tenía dinero para regresar a su país, vivía en una casa casi derruida y posteriormente en la calle, subsistiendo durante meses gracias a la venta de chatarra y latas de refresco. El objetivo: recaudar lo suficiente para pagar los cuatro billetes que le garantizarían la tan deseada vuelta a Rumanía.
La gota que colmó...
Pero hubo dos hechos -explicó poco después del terrible suceso su hija mayor, Isabela- que hicieron que Marian agotase su paciencia y tomara la que, sin lugar a dudas, fue la decisión más drástica de su vida. El primero, relató entonces la joven, de apenas 17 años de edad, «fue cuando descubrió que en una ONG de la capital de la Plana le habían entregado una lata de comida caducada». El segundo y definitivo, cuando amenazó con quemarse y entendió que unas personas allí presentes se burlaban de él y le animaban a hacerlo.
Las llamas lo consumieron en segundos y, aunque en un principio fue llevado en ambulancia hasta el Hospital General de Castellón, la gravedad de su estado motivó su traslado a la Unidad de Quemados de La Fe de Valencia.
A pesar de que se mantuvo estable durante cerca de una semana, el 11 de septiembre su salud empeoró, precisó de respiración asistida y entró en estado crítico, en el que permaneció hasta que, finalmente, falleció víctima de las quemaduras de segundo y tercer grado registradas. Habían pasado 15 días desde su desesperada y dramática acción de protesta.
Sin embargo, la trágica historia de los Mirita no terminó con la muerte del que era el cabeza de familia. Y es que ante la imposibilidad de hacer frente a los costes de la repatriación -cifrados en unos 4.000 euros-, los suyos se vieron obligados a dejar su cadáver durante más de una semana en el Instituto de Medicina Legal de Valencia, donde como máximo podía permanecer un mes.
Cuando por fin el cuerpo sin vida de Marian pudo ser trasladado a su Targoviste natal, sus seres queridos arremetieron contra su viuda, Ionela, a la que culpaban de instigarle a que se quemara y de posteriormente no hacer nada para apagar las llamas. Según publicaron entonces los periódicos locales, tuvo que intervenir incluso la Policía para evitar un linchamiento y escoltar a la esposa hasta apartarla de la ira de vecinos y familiares.
De eso hace ya más de cuatro años, pero lo cierto es que el impactante gesto de protesta de aquel rumano hasta entonces anónimo sacudió a una sociedad acostumbrada a convivir con el drama de la inmigración. Marian Mirita se convirtió en una especie de héroe para sus compatriotas, muchos de los cuales siguen aún hoy subsistiendo como pueden en Castellón.
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