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VÍCTOR J. MAICAS
Viernes, 20 de enero 2012, 02:10
Hubo una época en la cual hablar de moralidad hacía que la persona en cuestión pareciera algo así como una especie de bonachón bien intencionado que, en definitiva, no tenía ni la más mínima idea del mundo en el que en realidad vivía. «¿Moralidad, qué moralidad?», se preguntaban algunos riéndose. «Este mundo consiste en superarte a tí mismo y a cuantos te rodean para así saborear todo lo que eres capaz de conseguir frente a las dificultades que te ofrece la vida; eso sí, respetando mínimamente unas reglas de juego», te decían los más cautos. «Vivimos en un mundo en el que si no te espabilas te comen, y muchas veces son esos a los que tú defiendes los que a la larga te acabarán comiendo», acababan diciéndote.
Pero yo, en mi interior, pensaba que no se trataba de que alguien me traicionase, sino que a lo que jamás he estado dispuesto es a traicionar mis ideas, sobre todo, si éstas están basadas en la solidaridad y en el bien común. Esas ideas que muchos aceptan hipócritamente al defender de palabra los Derechos Humanos, pero que a la postre casi siempre se quedan en eso, en simples palabras. Es posible que engañen a los demás, pero en el fondo, a ellos mismos jamás podrán engañarse a pesar de las mil excusas que se inventarán para así intentar aminorar el peso de su conciencia.
Sí, aquella era la época de la bonanza, de los milagros económicos en los que se dio a entender que cada persona por sí misma, y sin el apoyo de los demás, conseguiría hacer frente a todas las posibles complicaciones que se le pudieran presentar. Así es, nos habían inculcado el individualismo puro y duro, ese que tan sólo está encaminado al consumismo sin control para subsanar nuestras deficiencias morales y así no despertar a nuestra propia conciencia ante el sufrimiento de los más desfavorecidos.
Pero paradójicamente, esta terrible crisis está convirtiendo, de una u otra forma, a la gran mayoría en desfavorecidos, a muchos de aquellos que pensaban que por ellos mismos siempre serían capaces de superar cualquier contrariedad.
Y es ahora cuando algunos de éstos se han dado cuenta que hablar de moralidad no tiene nada que ver con ser una especie de blandengue sentimental, sino que intentar denunciar, por ejemplo, las desigualdades sociales y la falta de equidad es, en definitiva, apostar por construir un mundo más justo y coherente para todos, a menos que formemos parte de ese pequeño dos por ciento de privilegiados que continúan, como siempre, nadando en la abundancia.
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