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Chris Froome toma una de las últimas curvas del Mont Ventoux. / E. G. / REUTERS
Una máscara de oxígeno para el ganador del Tour
DEPORTES

Una máscara de oxígeno para el ganador del Tour

Froome, en otra exhibición, aplasta a sus rivales en el Ventoux, donde le tienen que dar aire para reanimarle

J. GÓMEZ PEÑA

Lunes, 15 de julio 2013, 04:44

Nota que el Ventoux le aprieta el pecho. ¡Aire! El monte se le ha clavado. ¡Aire! Suplica con la mirada a sus auxiliares. ¡Aire! Boquea. Pez fuera del agua. ¡Aire! Esa angustia. Le enchufan a un botella de oxígeno. Al fin llega el aire. Alguien ha vuelto a encender la luz. Chris Froome, que ha ganado en el Ventoux, que casi tiene ya el Tour, ha caído de rodillas ante el coloso de piedra. Un techo a casi dos mil metros de altitud. El Ventoux cumple su leyenda. Es una corona blanca, inquietante. Una calavera sobre Provenza. El Ventoux es un monstruo mineral, una montaña silenciosa, un cascanueces que cruje ciclistas, que los vuelve locos o los mata. El Ventoux es un cepo. Te atrapa y te ahoga. El Ventoux asesinó a Simpson en 1967 y asfixió a Merckx tres años después. El Ventoux eligió ayer ganador para este Tour. Y luego lo maltrató. Siempre lo hace esta montaña maldita. «Nunca había llegado así a una meta. No podía respirar», dice Froome, el primero en llegar a esta luna sin oxígeno. ¡Aire!

La botella le devuelve al mundo. Le reclaman. Sube a cámara lenta, inseguro, los escalones del podio para recoger el maillot amarillo, cada vez más suyo. A Froome, ganador y líder, el Ventoux le ha succionado las piernas. «Necesitaba oxígeno». Gimen sus bronquios. Parpadea emocionado cuando Hinault le viste de amarillo. Está más pálido aún, casi transparente. Le tiembla la barbilla cuando le recuerdan que el otro líder del Tour que aquí arriba ganó fue Merckx. También el belga necesitó una mascarilla y oxígeno en el Ventoux. La montaña más cruel estruja al que gana. Antes, Froome se había ocupado de machacar al resto. Para los demás, el Ventoux fue Froome. El que les dejó sin aire.

Medio minuto después entra Quintana, el segundo, con su máscara inexpresiva. Ni una mueca. Pero viene «vacío». Se echa al suelo, inmóvil, como un pájaro caído del nido. «He hecho mucho sobreesfuerzo», dice lento. Cierto. Es el único capaz de replicar a Froome, pero su equipo, el Movistar, se ha dado cuenta tarde. Luego aparece Nieve, el tercero, el sostén de un equipo que desaparece, el Euskaltel. Y tras él, 'Purito' y Contador, el madrileño dolido. «Vine a ganar el Tour, pero cada día que tengo un cara a cara con Froome, me distancia». No quiere, pero empieza a resignarse cuando le cantan los tiempos: Froome le ha sacado 29 segundos a Quintana, 1.23 a Nieve y a 'Purito', y 1.40 a él y a Kreuziger. A 1.46 ha llegado Mollema, unos metros por delante de Tem Dan. Valverde, a 2.35, y Kwiatkowski, a 3.14. El aire del Ventoux se lo había quedado Froome.

El dolor de Contador

Cuanto más lee la lista Contador, más le duele: es tercero en la general, a sólo 11 segundos de Mollema, pero a casi cuatro minutos y medio de Froome. Quintana, sexto, cede ya 5.47. Al refugio de una sombra, Contador lo admite: «Froome ha sido muy superior». Las palabras parecen cristales rotos en su boca. Le hacen sangrar. «Se ha ido cuando ha querido». Así fue. Así resultó una etapa sin bozal que tuvo hasta el viento a favor. Como si quisiera llegar pronto al Ventoux. De eso se encargó el Movistar. Pedaleó para ganar la etapa, no el Tour. Trabajó para tumbar la fuga y, de paso, trabajó para Froome, que escondió a sus gregarios hasta que quiso, hasta que, de repente, arriba, apareció la calavera. El Ventoux. El calor. La chicharra. Los guindos y la viñas. El silencio roto por las bolas de la petanca. El paraíso de Provenza. En la primera curva a la izquierda, el mundo cambia. Lo avisa un cartel: 'La puerta del infierno'. Viaje a la luna, al satélite sin oxígeno.

Era 14 de julio, fiesta nacional francesa. La luna estaba llena de gente. El Sky salió allí de su cielo -eso significa sky- y bajó para ahogar al resto. Kennaugh, uno de los dorsales de Froome, marcó el paso. Nieve, siempre Nieve, se lo saltó. Sabía que luego sería imposible. El aliento le pedía socorro, pero siguió. Enseguida le siguió Quintana. De pie. Rostro de bronce, de cera. Faltaba más de medio Ventoux. Aún estaban en el bosque. Detrás, el Sky recurría a Porte, resucitado. El último de los fieles a Froome. El más letal. A Porte sólo le siguieron su líder y Contador. Froome no cabe en su bicicleta. Es alto y va bajo, encogido. Con los codos en arista. Con chepa. Con el cuello de una ardilla, venga a moverse. Venga a hablar por la emisora con su director, Nicolas Portal. Aire de sobra para pedalear y charlar.

Y para inventar un nuevo tipo de ataque: sentado, con la mano zurda en la maneta del freno y la derecha acariciando el cambio. Así, subido a un molinillo, ahogó a Contador. «Ha sido instintivo», dijo luego. Fue demoledor. Accionó el cambio, bajó un piñón y adiós. Contador ya no le vio. Tuvo que agarrarse a Nieve. Froome le había quitado el aire y, casi, casi, el Tour.

El único que respiraba ya por delante era Quintana. «Pensaba que él iba a ganar la etapa», confesó Froome. No. No había aire para lo dos. Le cogió. Le atacó tres veces. Le ofreció la etapa. Le convenció para dar un par de relevos. Y al fin le dejó. Froome no calló en toda la subida. Aire de sobra para hablar y ganar frente a las piedras blancas del Ventoux. El miedo es blanco. Hay que temer al Ventoux aunque seas el mejor. Froome tocó la cima el primero. Enseguida sintió un cosquilleo; luego, una opresión. ¡Aire! El oxígeno embotellado le rescató, le sacó el Ventoux de dentro. «Es la victoria más grande de mi vida». Eso solo lo podrá decir una semana. El próximo domingo, casi seguro, logrará una mayor: su primer Tour.

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