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Mikel Labastida
Lunes, 7 de abril 2014, 09:46
Todo termina al fin, nada puede escapar, todo tiene un final, como en la canción de Fito Páez. El ciclo de Consuelo Císcar, tras más de veinte años en activo, también concluye. Todo acaba, sí. La salida de la directora del IVAM del primer plano político representa además el ocaso de una generación de altos cargos del PP con fuertes cuotas de poder que han sido apartados por los nuevos dirigentes; supone el remate de una forma de hacer política cultural, la de los grandes fastos, que caminó pareja a los tiempos de bonanza económica y de la que Císcar llegó a ser una de sus mejores representantes; y es además la despedida de la vida pública de uno de los matrimonios con mayor peso en la Comunitat durante un tiempo, el formado por el exconseller Rafael Blasco y la responsable del IVAM hasta dentro de quince días, cuando se reúna al Consejo Rector y apruebe su (inducida) retirada.
El Gobierno valenciano era consciente de la trascendencia de esta retirada, por lo que ha tardado en dar el paso definitivo. La de Císcar ha sido la crónica de una muerte política mil veces anunciada y otras mil postergada y que esta vez parece definitiva. Comenzó a tomar forma cuando se apartó a Blasco de las filas populares por su implicación en el caso Cooperación y se ha precipitado ante la inminente resolución de una sentencia, que no parece que vaya a serle muy favorable.
La trayectoria de Blasco ha marcado la de Císcar. Lo ha hecho en los buenos tiempos y era lógico que sucediese lo mismo en los malos. En la salud y en la enfermedad, en lo próspero y en lo adverso, en la riqueza y en la pobreza. La alianza de ambos traspasa los votos matrimoniales. Ella no tiene problema en reconocer que de él aprendió a desenvolverse en el mundillo político. Nunca ha conseguido emular sus modos sibilinos, porque a ella le ha costado siempre reprimir sus prontos y sus fobias. Si algo la ha caracterizado ha sido el fuerte temperamento, que le impedía disimular cuando una pregunta de un periodista le parecía inoportuna, si un compañero no comulgaba con su parecer, o hasta con sus superiores, a los que, en ocasiones, no ha dudado en ningunear o cuestionar. Para no despertar sus iras hubo conselleras que evitaban enfrentamientos con ella y satisfacían sin dudarlo sus peticiones. Porque hubo un tiempo en que se le temía. ¿Por ser Consuelo Císcar? Sí. Pero principalmente por ser la mujer de quien era, el hombre imprescindible en todos los gobiernos del Partido Popular, del que decían que valía más por lo que callaba que por lo que contaba. Y todos querían que siguiese callado.
Por Blasco comenzó a militar en el PSPV y, como él, más tarde lo dejaría para fichar por el PP. Su encuentro lo propició Ciprià Císcar, hermano de ella y uno de los mejores amigos de él. Se casarían, en segundas nupcias, años más tarde.
Blasco, durante el mandato de Zaplana, ocupó los cargos de conseller de Empleo y después de Bienestar Social. A su mujer se le encargó que preparase el programa cultural del primer presidente valenciano del PP y después asumió el puesto de Secretaria de Cultura, desde donde hizo y deshizo como quiso. Ambos se posicionaron más tarde al lado de Camps, sin importarles que eso supusiese una especie de traición con quien había sido su principal valedor, el expresidente Zaplana. Eran expertos en malabares y en hacer trucos de magia y encantamientos para convencer a quien estuviese al frente. Blasco acaparó con Camps la titularidad de las carteras de Territorio y Vivienda, de Sanidad, y de Inmigración. Fue en esta última en la que se desarrolló el caso Cooperación, en el que supuestamente se desviaron fondos que la Generalitat dedicaba a la cooperación con países del Tercer Mundo y que nunca llegaron a su destino. Después asumió la labor de portavoz parlamentario y a pesar de no formar parte del Gobierno tenía la potestad de poder acudir a las reuniones del Consell. Fue así hasta que llegó Fabra. En este tiempo la carrera de Císcar transcurrió en paralelo, vinculada con la cultura, acumulando responsabilidades en la Conselleria primero y en la última década en el IVAM.
En ocasiones se establecían sinergias entre ambos que resultaban cuando menos llamativas. Por ejemplo, desde que accedió ella a la dirección del museo se incrementó notoriamente la presencia de promotoras inmobiliarias y de constructoras en el patrocinio de las exposiciones. Ella rechazó que tuviese algo que ver con su condición de esposa del conseller de Territorio (con competencias en Urbanismo) y reivindicaba sus dotes de convencimiento, su empeño en buscar financiación y las horas que le dedicaba a sus tareas.
En este último punto ha habido unanimidad entre quienes han trabajado a su lado. Es incansable, se inventa horas del día para atender sus ocupaciones y parece gozar del don de la ubicuidad para poder asistir a todos los actos. Incluso en momentos complicados de su vida. En eso se parece a su esposo. A Blasco le reconocían que era el primero que fichaba en las consellerias de las que fue titular, tanto que algunos técnicos recuerdan que cuando acudían él les esperaba con recortes de prensa en la mano para preguntar por algunas noticias. No encajaba bien las críticas. En eso (también) se parecían. Ya se sabe, dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma opinión.
Los dos defendían un proyecto político, que consistía en elevar la cultura a escaparate para darse a conocer y obtener relevancia. Ésa fue la marca que ella defendió durante años. Y él la secundó.
Revolucionar el panorama
La ambición cultural de Císcar se destapó al poco tiempo de comenzar a trabajar para el gobierno del PP. Ya en el programa que había redactado para que Zaplana lo vendiese en su campaña se dejaba caer la idea de que a través de la cultura se podía situar en el mapa a una región. Su intención era revolucionar el panorama y que Valencia se reivindicase como gran núcleo, alternativo a Madrid y Barcelona. Ella siempre pensó que la derecha se adentraba en los parámetros culturales con complejos, como si ese territorio no le correspondiese. Y quiso cambiarlo. Y para ello no reparó en ceros.
Manejaba conceptos que encajaban bien en el imaginario colectivo de superación y que apelaban directamente al ego. Si en Madrid está el Real y en Barcelona el Liceo, en Valencia estará el Palau de les Arts. Si aquellos estudios de cine son grandes, los nuestros más. Císcar animó a personalidades internacionales a que se acercasen a Valencia. A cambio de un cheque, por supuesto. Pero eso propiciaba numerosas fotos y grandes (y gozosos) titulares. Una oferta irresistible para cualquier político, de la tendencia que fuese.
Buscó y buscó (con irregular éxito) un proyecto faraónico por el que ser recordada. Trató de crear un museo del siglo XIX en el Centro del Carmen, para lo que no dudó en desalojar las salas que el IVAM programaba allí, pero la pinacoteca se atascó. Promovió un Teatro Nacional Valencià, que nunca llegó a buen puerto. Organizó un Encuentro Mundial de las Artes, que pretendía convertirse en referente intelectual y que no terminó tampoco de asentarse. El gran reclamo era un galardón dotado con doce millones de euros, que, por supuesto, pasaron a recoger Luciano Berio o Pina Bausch, entre otros. Y tal cual venían se iban.
Si Venecia era capaz de organizar una Bienal de reconocido prestigio, Valencia no se iba a quedar atrás. Eso fue lo que pensó Císcar cuando decidió en el año 2001 poner en marcha un evento de semejantes características que puso la ciudad a su servicio, contó con Luigi Settembrini en la dirección, e implicó a creadores como Peter Greenaway, Robert Wilson, Kusturica, La Fura dels Baus o Irene Papas. Ya se inauguró con mal pie, con un montaje por tierra, piscinas y aire frente al Hemisfèric, en el que el público tenía la oportunidad de escribir mensajes de texto que se proyectaban en la fachada del edificio y en los que los políticos no salieron bien parados. Después, la implicación de los ciudadanos no fue la que se esperaba y el número de turistas no aumentó como se suponía.
Pero todo se pasó por alto y se arrojaron cifras distintas y más complacientes, como la de los impactos en medios de comunicación de todo el mundo o una de visitantes en la que se contaban hasta los trabajadores contratados. Llegó a haber una segunda edición, con idéntico planteamiento, con una nómina de autores similar y unos resultados parecidos. Los excesos económicos de aquel certamen colearon durante años y la Generalitat terminó metida en litigios con el director.
Para las antiguas Naves de Sagunto se esbozó una gran ciudad del Teatro, que también iba a ser referente mundial de las artes con unas instalaciones espectaculares y unos colaboradores de altura, Irene Papas y Rostropóvic, nada menos, cuyas amistades sedujeron a los más altos responsables de la Comunitat. Allí se representaron espectáculos imponentes como 'Las Troyanas' o ' Las comedias bárbaras', pero al final la ciudad ni se habitó. Se invirtieron veintisiete millones de euros (que aún se están pagando) en la rehabilitación de un edificio que no era propiedad de la Generalitat y que ahora se usa de almacén.
Llegada al IVAM
Intentos de centros coreográficos, auditorios y nuevas salas de muestras completaron un currículum en Cultura que se truncó cuando González Pons tomó las riendas de la conselleria en 2004, año en que los dispendios económicos, entre otros asuntos, la enviaron al IVAM.
Nadie duda de que la influencia de Blasco y su buena sintonía con el entonces presidente Camps propició que se le buscase un retiro dorado. Al museo llegó contrariada pero enseguida comenzó a practicar en él una política cultural similar a la que había llevado a cabo en otras áreas. El afán por aparecer en las fotos era tal que, durante una época, el IVAM prácticamente todas las semanas inauguraba una muestra, lo cual provocó, como es lógico, un descenso de las exigencias programáticas. Hasta que entró en acción la crisis. Y se acabó el dinero. Y ya no había ocasión de grandes ni de pequeños fastos. La fiesta había terminado y la burbuja cultural también explotó. A esto se unieron escándalos como las acusaciones de usar el museo para promocionar la carrera de su hijo o la compra de fotografías a Gao Ping, supuesto líder de una trama china de blanqueo de capitales.
Císcar representaba una etapa de dispendios con la que nadie quería relacionarse. Y esta fama le ha perseguido hasta el final de sus días en activo. Y cuando Blasco no pudo seguir defendiéndola, tras su expulsión del partido, su estela se desvaneció.
Con la salida de Císcar y la de Blasco de la escena política se pierden dos pesos pesados de los últimos años del Gobierno. Dos más que vienen a engrosar la lista de dirigentes a los que Fabra ha relevado en su afán por hacer borrón y cuenta nueva con épocas pasadas.
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