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RAFA MARÍRMARI@LASPROVINCIAS.ES
Sábado, 19 de enero 2008, 04:13
El ajedrez no es como la vida: el ajedrez es la vida", dijo en cierta ocasión Bobby Fischer. Es su frase más conocida. Pero el genio norteamericano (genio nada más que en el ajedrez: en todos los demás aspectos fue un energúmeno y un paranoico) tiene muchas otras sentencias formidables.
"Existen los jugadores duros y los buenos muchachos; yo soy un jugador duro", precisó en otra ocasión Fischer. "El ajedrez es ciertamente un arte, pero yo no pensaba en ello. Sólo el juego preciso y fuerte puede ser bonito. La precisión, en primer lugar. En última instancia, todo se decide por la clase. Luego podemos aspirar a una partida preciosa. Pero para jugar con elegancia y precisión hay que saber mucho".
Admirable reflexión. Una descripción profunda de la esencia de cualquier arte. "La precisión en primer lugar. En última instancia, todo se decide por la clase". Palabras de un sabio (insisto: sólo en el ajedrez). El juego de Fischer asombró al mundo en su momento, años 60 y 70, no tanto por la espectacularidad de sus combinaciones, una gloria en la que Alekhine, Tahl o Kasparov han brillado a mayor altura, sino por su deslumbrante pureza.
Cuando Fischer se enfrentó para el campeonato del mundo a los rusos Taimanov (al que venció por 6-0), Petrossian (¡otra victoria por 6-0!) y por último, ya en la disputa directa de la corona mundial en 1972, Spassky (al que derrotó por 12,5 a 8,5), casi todos los ajedrecistas queríamos que ganase el excéntrico norteamericano, no porque nos alineásemos junto a él en la guerra fría que tristemente se había originado detrás de aquellas legendarias partidas.
El motivo era más sutil y mucho menos político. Queríamos que ganase Fischer porque su juego representaba el estado de gracia de lo prodigioso. Alguno de sus movimientos (el famoso en el que se quedó con dos peones doblados en la columna de torre) nos pareció en principio un gran error. Qué va: fue una jugada visionaria que trituró la lógica paralítica y se burló de ella. Aquellos peones fueron decisivos en su victoria en la tercera partida ante Spaskky.
Estábamos asistiendo a las proezas del mayor talento que había dado el ajedrez. Y éramos sus contemporáneos. Cuando el ajedrez dejó de ser la vida de Fischer, su vida dejó de tener interés. En realidad, es dudoso que sus últimos 35 años hayan sido verdadera . Más bien su simulacro. Fischer fue sólo un ajedrecista y nada más que un ajedrecista. Eso sí, el más grande de todos.
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