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El rey don Jaime, en el lecho de muerte, entrega la espada a su hijo. Cuadro de Ignacio Pinazo. Museo del Prado.
Cultura

La última batalla de un gran rey

Don Jaime entregó a su hijo don Pedro, como símbolo del poder real, la espada que le había dado grandes victorias

F. P. PUCHE

Domingo, 17 de febrero 2008, 05:21

Jaime I el Conquistador vivió entre 1208 y 1276. Y muchos siglos después, esa edad, los sesenta y ocho años que vivió, siguen siendo sorprendentes cuando se compara con los promedios de longevidad humana del siglo XIII. Todos los testimonios indican que murió de cansancio, de agotamiento, "de puro viejo", tras una vida muy ajetreada en todos los sentidos. Murió en Valencia, el 27 de julio de 1276; y quizá lo sea más correcto sea decir que murió como vivió, en el camino. Todo indica que salió de Alzira enfermo, hacia Valencia, y falleció en algún lugar del trayecto.

Más allá de su gran afición a las mujeres, que le proporcionó cuatro esposas, al menos seis amantes y concubinas y no menos de once hijos, de este monarca llama especialmente la atención su infatigable capacidad de acción. Porque guerreó una y otra vez, de forma casi continuada, y se movió sin parar por todos sus reinos. En efecto, sus largos años de vida llaman mucho la atención si consideramos su tipo de vida, que fue un perpetuo desplazamiento de una a otra ciudad, de una a otra empresa, batalla, negociación, aventura o asedio.

Se han llegado a estudiar años completos de la vida del monarca, día por día, para reconstruir sus itinerarios; y se ha concluido que se movía más que muchos ejecutivos modernos. Si viajar, en aquellos tiempos, requería un esfuerzo durísimo, las condiciones de la vida común eran de alto riesgo incluso para un rey: la mala calidad de las aguas y las comidas, los dudosos albergues disponibles y los peligrosos parajes que se recorrían hablan de riesgos graves, sobre todo de enfermedades e infecciones, que la buena salud del rey llegó a conjurar.

Se sabe por su Crónica que recibió un flechazo en la frente durante el asedio a Valencia y que eso le tuvo muy maltrecho: la contusión de la herida afectó a todo el rostro durante días. Solamente una infección le podía haber llevado a la tumba en un par de jornadas. Pero sobrevivió: en ocasiones, sin embargo, habló de no poder abrir los párpados a causa de las afecciones oculares que padecía.

La escena final

El periodista y erudito valenciano Vicente Vidal Corella, autor de memorables páginas publicadas bajo el epígrafe de "La Valencia de otros tiempos", escribió de la muerte del rey en nuestro periódico el 25 de julio de 1976, cuando se cumplían siete siglos del fallecimiento del monarca. Al hilo de lo que las crónicas de Ramón Muntaner, Bernat Desclot y el propio don Jaime dejaron escrito sobre esta fase final de la vida del rey, Vidal Corella nos sitúa en el momento en que don Jaime entregó a su hijo don Pedro la espada, como el cuadro de Ignacio Pinazo supo reflejar.

El 21 de julio, el rey, sintiéndose enfermo, reunió . El primero de los consejos que el infante recibió fue que amase y ayudase a su hermano el infante Jaime y que trabajara para que . Consejos sobre la equidad, la justicia y el amor a los súbditos fueron jalonando las últimas horas del rey, que exigió a su hijo, tras entregarle la espada, que volviera a las montañas donde anidaban los musulmanes rebeldes para someterlos y pacificar el reino de forma definitiva.

La entrega de la espada a don Pedro, en palabras de los cronistas, toma todo el aire épico y legendario que el personaje ha suscitado siempre: , dijo el rey en ese momento sublime.

Abdicó, se hizo monje blanco del Cister y se puso en camino en un día de gran calor. Desclot y Muntaner describen sus momentos finales, rodeado de hijas y nietos. Y hablan de unos instantes en los que el Conquistador conservó la memoria y la plenitud de los sentidos: .

Luto y santidad

Los cronistas se extendieron en frases dolientes a la hora de describir el gran luto de Valencia cuando fue conocida la muerte del rey. , anotaron los cronistas.

El cadáver del rey quedó depositado provisionalmente en la Catedral de Valencia, delante del altar mayor. Mientras la rebelión abierta en las montañas alicantinas no estuvo resuelta, el traslado de los restos hasta su destino final, el monasterio de Poblet, quedó demorado. Los solemnes funerales reales, el entierro en el monasterio, se produjo finalmente dos años después, en 1278. , escribió conmovido el cronista Muntaner, vecino de su alquería de Xirivella pero presente, en Poblet, en las solemnes exequias por el monarca.

Tras la muerte vendría la leyenda. Y el deseo de beatificar el rey don Jaime, más allá de sus dos excomuniones y de las fricciones con el Papado por su incesante actividad matrimonial y de pareja. Se ha dicho que esta es una época de reyes que alcanzan la santidad: Fernado III de Castilla es santo, Luis de Francia también está en los altares.

Nuestro don Jaime no alcanzó tan alta distinción de la Iglesia pese a los intentos que se produjeron en diversos momentos de la historia. Pero eso no merma su gran leyenda. Por el contrario nos lo acerca, lleno de valores y virtudes, y también lleno de humanos defectos.

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