Los secretos de Erqueyez
SERGIO VILLANUEVA
Sábado, 14 de junio 2008, 04:26
A quella mañana en la que la tierra se presentaba una vez más como si se tratase de un extraño e infinito yunque pulverizado en naranja, equilibrándose con un límpido e intenso azul tan puro como los corazones de los niños saharauis y sus almas, Daha Besdela vino con el jeep hasta la atalaya donde dormíamos junto a los escasos soldados del Frente Polisario y algún que otro preso marroquí que libremente se paseaba por los alrededores cercanos que ya habían confirmado exentos de restos de bombas de racimo y sus consecuentes posibilidades funestas.
Con este tipo de bombas se pretendió acabar con toda una etnia de pastores nómadas. Lanzadas vilmente desde los cazas marroquíes, al estallar en tierra saltaban de sus tripas de hierro otras pequeñas asesinas por doquier, quedando dormidas a la espera de que otro niño o anciano las pisase con sus inocentes pies desnudos. Nos habían marcado límites para pasear por los alrededores. Sí, en cualquier lugar podría haber una de esas pequeñas arpías esperándonos hambrientas de nuestras piernas o existencias. Daha pensaba en eso mismo segundos antes de bajar del jeep. Salió de su ensimismamiento y nos despertó con el fin de cumplir su palabra. Esa mañana nubil y clara nos llevaría hasta Erqueyez y sus mismas entrañas.
La idea había surgido unas noches atrás, mientras tomábamos té bajo una cúpula de infinitas estrellas desparramadas mágicamente hasta el suelo nocturno, helado y violáceo de arena, le comenté a mi amigo que uno de los lugares que quería conocer antes de morir era Tassili n'Ajjer, en Argelia, para comprobar personalmente en sus cordilleras ciertas pinturas rupestres incómodas para unos, y para otros tan clarificadoras. Daha, explicó que también cerca de Tifariti existía un lugar que contenía ese tipo de huellas y pinturas. En ellas, había constancia de cierta leyenda que en el desierto del Sahara siempre se ha asumido como cierta. Al parecer, convivieron junto con los hombres, hace mucho, mucho tiempo, unos seres de tez muy blanca, de estaturas enormes y notables sabidurías que dejaron entre otros el legado de la agricultura. Nos quedamos todos suspendidos en un denso silencio.
Cuando el desierto no era desierto, y sí un vergel, donde los leones y las jirafas campaban a sus anchas entre la vegetación tupida, el hombre mataba momentos de ocio pintando lo que literalmente acontecía frente a sí mismo, hace más de diez mil años desde la altura de su cueva. Más que por ornamentación estas pinturas servían para narrar historias de hijos a nietos, siendo el precedente de la escritura, de las novelas, del cine, de la fotografía, de la memoria gráfica en definitiva.
Pero lo que no sabían esos sencillos hombres del Neolítico es que esas cuevas, a su vez, eran formaciones rocosas erosionadas por las corrientes del océano de hace millones de años, cuando el Sahara era la profundidad misma de las inabarcables e infinitas aguas habitadas por enormes y enigmáticas bestias marinas. Por ello hoy existen tantos fósiles marinos que son el preciado regalo de los soldados del Polisario a sus buenos amigos como despedida.
Daha culminó su tercer vasito de té, y al tiempo que nos deseaba unas buenas noches prometió guiarnos hasta Erqueyez. Sería su regalo. Uno de los más especiales que he recibido en toda mi vida.
Días más tarde nos encontrábamos en ese mismo conjunto de Cordilleras. El jeep quedó como una casi imperceptible mota de polvo en la extensión del árido paisaje que poco a poco iba quedando abajo a medida que continuábamos ascendiendo guiados por Daha por las formaciones rocosas. Con prontitud y prestancia nos llevó a los puntos mismos de las pinturas en las que pude comprobar representaciones de animales propios de la actual sabana africana, cazadores, mujeres en rituales de danza, y junto a ellos, otros seres mucho más altos, como gigantes bien diferenciados, y con la cabeza blanca. Mostrando una sonrisa sincera pero con cierto atisbo de pesadumbre, Daha dijo en ese mismo momento que cada vez quedaban menos pruebas de los gigantes en las rocas porque venían hombres y picaban para llevarse esas extrañas pinturas. "¿Hombres? ¿qué hombres?", le pregunté... "Americanos. Ellos buscan estas pinturas"
No sería la única vez que me sentiría un improvisado Indiana Jones, en medio de una curiosa teoría.
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