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SERGIO VILLANUEVA
Sábado, 19 de julio 2008, 05:04
Cuando ya el verano se presenta con esa enérgica luz de azafranados tintes e hipnóticos azules, y luce todos sus invisibles músculos henchidos al aire; cuando en la Malvarrosa se han evaporado las grises soledades hasta las próximas frías estaciones, es cuando uno disfruta más de esos arroces con el Mediterráneo de fondo, callado, no sé si vigilante.
De niño me gustaba la sensación de sentirme conquistado por el mar, el yodo, y el salitre, al tiempo que comía las tellinas, los chipirones o aquellas clóchinas que ahora recuerdo gigantes, no sé si porque la percepción de las cosas que uno tocaba o miraba de niño van acordes con el diminuto tamaño de su cuerpo de duende, o quizás también por darse la posibilidad de una mutación considerable en la genética de los moluscos por el consabido cambio climático, que hace que hoy vea su tamaño más reducido y perciba su sabor no tan acentuado como entonces.
Y es que todo ha cambiado se quiera o no, y mi madre no me llama desde la mesa de madera casi raída de la zona del exterior de L'Estimat, con toda su hermosura y juventud acompasadas por la seda de su pareo violeta, emulando a una improvisada y bronceada Sofía Loren. Su delgada y fina mano tampoco acopia la blanca crema de ese bote de nivea redondo y azul con el que untar mis hombros, mi espalda, y mis brazos de niño inquieto por regresar a las brazadas con las que plantar batalla a las espumosas olas de enfrente. Y todo ello no es porque han pasado más de 25 años, y L'Estimat, al igual que todos sus hermanos restaurantes, tiene ahora el sabor aburguesado y preciso para los grandes eventos que tan en el punto de mira mundial han situado a nuestra ciudad. Con todo, los que pecamos de romanticismo y nostalgia, no podemos evitar suspirar por aquellas caóticas prolongaciones de madera endeble y mesas plegables acariciando la arena de todos aquellos restaurantes que ahora acontecen finos y limpios, ajenos a la realidad natural y salvaje de la playa que queda separada por un enorme paseo y varios cristales. No obstante, también dentro de ellos hay espacio propio para la melancolía, pudiéndose encontrar, colgadas en las paredes, diferentes muestras de la memoria de nuestra querida Malvarrosa. En la sucesión caótica de fotografía hay una, en sepia, de una época en la que la espuma de las finas olas casi alcanzaba el chiringuito de nuestros cumpleaños y reuniones familiares.
No, ya no hay chiringuito en L'Estimat, como no lo hay en La Pepica, en La Marcelina, y en toda esa colección de supervivientes restaurantes previos al Hotel de Las Arenas que se ha erigido "amarmolado" y triunfante sobre las bohemias formas de aquel centenario balneario celeste que recogió tantas de mis no asistencias a clases de Macroeconomía o Estadística, en mi época universitaria tan olvidable. Sí, yo me escapaba de las Facultades tal vez para huir a la playa de mi infancia, donde se conocieron mis padres, mi particular Arcadia donde refugiarme entre las sombras de los frontones para leer los poemarios de Salinas y Aleixandre y las novelas de Mario Puzo o de Mika Waltari. Siempre he regresado a la Malvarrosa cuando la vida me golpea con un inesperado sin sabor, en busca de respuestas, en busca de soledades, en invierno, en otoño, en primavera, en verano, siempre. Y cada vez me siento reconfortado con el envite del viento, y con la presencia de esos lugares maravillosos y no sé si perennes como L'Estimat, donde la sola imagen de ese pan envuelto en la servilleta de papel, del mismo modo que recuerdo hace veinticinco años, me remite a la posible idea de que todo esta siendo tal vez un extraño sueño: la ausencia de la niña princesa, el hacerme mayor, y el ver envejecer a mis padres.
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