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María Gómez

FRANCISCO PÉREZ DE LOS COBOS GIRONÉS

Jueves, 12 de febrero 2009, 03:11

Una de las cosas que más han llamado mi atención durante los años que he estado viajando por nuestra Comunitat para poder luego publicar todos esos libros sobre nuestros palacios, alquerías, masías, ha sido la labor de restauración pictórica vista en algunos de esos edificios. Minuciosa, muy profesional, y hecha con suma paciencia. Me agobiaba muchísimo ver la lentitud con la que se avanzaba y sobre todo eso, la paciencia que derrochaba quien, con sumo cuidado, iba devolviéndole la luz y el color a algo que realmente era una sombra. Pero cuando creí haberlo visto todo en esa actividad profesional, me encontré con "el más difícil todavía". Devolver la textura y el colorido a una pintura, sobre lienzo o tabla, literalmente cocida en un incendio. Es algo que parece imposible, hasta que lo compruebas por ti mismo. La historia se remonta al 21 de julio de 1936 y aunque en ese momento ya había estallado la guerra civil, Valencia vivía todavía el ambiente de la tradicional Feria de Julio con las habituales corridas de toros, ajena totalmente a lo que aquella tarde ocurría no lejos del coso taurino. La Catedral era incendiada después de que la fuerza pública se retirara y dejara campar a sus anchas al gentío reunido frente a la puerta de los Apóstoles, que abrieron a la fuerza para entrar en el interior el templo. De los detalles de aquel acto vandálico hay un pormenorizado relato de quien entonces era sacristán de la propia Catedral, testigo presencial de los hechos. El incendio afectó principalmente a la girola, donde estaba la Sacristía Mayor, Sala de la Sacristía, el archivo y el museo. Puede fácilmente deducirse que en este último el daño fue gravísimo, afectando a todo el contenido del museo, localizándose entre los restos más de 200 obras, quemándose entre ellas 28 tablas. Pero gracias a la intervención de varias personas, entre ellos el barón de San Petrillo, cuando se pudo acceder al interior del templo lograron sacar buena parte de las obras del museo y ponerlas a salvo, eso sí, totalmente cocidas por el calor. Tuvo una decisiva intervención en aquel rescate y posterior almacenaje un joven seminarista que con una oportuna visión de futuro siempre creyó que, con el transcurso del tiempo y los lógicos adelantos técnicos, podrían llegar a recuperarse. Ese joven llegaría a ser años más tarde canónigo de nuestra Catedral y Chantre de la misma. Don Vicente Castells Maiques, que así se llamaba, fue también doctor en Historia y amigo mío, por lo que pude conocer mejor este suceso de forma directa. Dando un salto en el tiempo, he llegado también a conocer a María Gómez, restauradora y profesora de la Universitat de València en el departamento de Historia del Arte, quien con esa paciencia a la que antes me referí, viene trabajando desde hace unos 10 años en estudiar primero y restaurar después lo que antaño parecía irrecuperable con una curiosa técnica -para los profanos- consistente en aplicar calor, humedad y colas naturales. Esto provoca que esos lienzos cocidos, que no quemados, con abundantes ampollas producidas por un intenso calor, recuperen su primitiva textura y posición. Logrado esto sigue la limpieza de los mismos -están prácticamente ennegrecidos por el humo- y posteriormente se les somete a un último proceso con el cual se logra recuperar el colorido original. Para quienes no entendemos de esto resulta asombroso ver el antes y el después. Sobre todo cuando te explican, paso a paso, todo el largo y lento proceso. Ataca los nervios solo escucharlo. Pero conociéndolo es como realmente se aprecia el valor que tiene el resultado final, y sobre todo la profesionalidad de quien lo lleva a cabo. Si además -como es el caso- se realiza "por amor al arte", todavía el hecho resulta más valioso y heroico, por cuanto supone a todas luces un auténtico reto profesional. Y es precisamente esto último lo que movió a María Gómez a asumir voluntariamente esta tarea. Y así, han visto ya de nuevo la luz y el color algunas obras de singular autoría, todas ellas de los siglos XVI y XVII. Son, entre otros, del maestro de Gabarda, de Rodrigo de Osona, Ribalta, Juan de Juanes y Masip. Solo este breve elenco de firmas evidencia la importancia de los fondos del museo catedralicio, al tiempo que nos permite estimar el peso específico del daño causado. Esta triste historia tuvo varios protagonistas en los momentos precisos -me refiero a quienes intervinieron para salvar, no para destruir- y gracias a sus puntuales y apresuradas decisiones estas obras volverán algún día a poder contemplarse, aunque como bien me reconocía la propia María, son tantas que nosotros, nuestra generación, nunca llegaremos a verlas todas.

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