Una taza de polonio 210

Por mucho que se esfuerce Daniel Craig en hacernos creer que los espías asumen riesgos espectaculares pero no graves –007 nunca resulta herido de gravedad, muerto o amputado–, la muerte de Litvinenko nos ha devuelto a una realidad de la que pocas veces se habla. El caso del espía envenenado ha evidenciado que en el mundo del espionaje existen todavía prácticas y modos propios de la guerra fría o de las peores pesadillas de John Le Carré.

Pero, sobre todo, ha alertado a una sociedad occidental que olvida la existencia de servicios secretos justificados por cualquier gobierno para garantizar la marcha normal del país, la defensa, la seguridad nacional y quién sabe cuántas cosas más.

Lo peor de la noticia es ver que la sociedad rusa tiene inserta en su cotidianeidad este tipo de métodos para acabar, al parecer, con la disidencia política y, sobre todo, cree que es imposible erradicarlos.

El panorama para el Gobierno inglés es complicado ahora, pues está obligado a investigar quién es el responsable de la muerte y disipar las dudas sobre la implicación del Gobierno ruso. Pero, además, ha de lidiar con un problema interno añadido que es la seguridad de sus propios ciudadanos expuestos hoy al polonio 210 y mañana quizás al cianuro, el mercurio o el arsénico.

Saber que el espionaje, o contraespionaje, ruso, o georgiano, tiene a su disposición elementos radiactivos no es especialmente sorprendente, pero es un nuevo aviso a los gobiernos para vigilar de cerca el uso de materiales peligrosos de origen soviético, que parecen descontrolados.

No se trata solo de que un espía haya muerto pues, siendo triste la noticia y preocupantes sus circunstancias, es un riesgo que asume cualquier persona que se dedica a esto. Se trata de que los demás ciudadanos no tengan que asumirlo con él como lo acaban de hacer los londinenses. De lo contrario, lo más saludable para los europeos terminará por ser la degustación de una hamburguesa XXL en el comedor de casa.