Loyolade Palacio y el talante

Aunque es fácil hallar unanimidad en los elogios hacia quien ha muerto, especialmente si es una ausencia joven porque impacta mucho más que la anciana, la temprana desaparición de Loyola de Palacio ha supuesto un indiscutible reconocimiento a un modo de ser persona y política.

De Palacio pertenecía a una generación de políticos que no se aprovecharon del cargo que ejercieron y, en su entorno, hay bastantes con ese perfil.

No debería extrañarnos en la medida en que la política es un servicio a la comunidad pero, en el clima de desvergüenza aprovechada en que nos movemos, produce nostalgia reconocer el buen “talante” de un político. Un político de verdadero “talante” es aquel que no presume de serlo sino que lo ejerce con naturalidad porque lo encuentra obvio. Cuando un político se vende a sí mismo alegando como mérito lo que es un mínimo en su profesión, debemos sospechar que no va a buscar el máximo, es decir, no va a esforzarse hasta su mayor nivel de excelencia puesto que piensa que el mínimo ya es el máximo, no es un punto de partida sino de llegada.

En el caso de la generación de políticos a la que pertenecía Loyola de Palacio, aunque les pese a algunos, había muchos “cachorros de Fraga” como decía Rato de sí mismos al referirse a su amiga fallecida y a él. Bien es cierto que en el PP, además de políticos como ellos que, lo hicieran bien o mal, no se llevaron bolsas de basura llenas de dinero, conviven otros especímenes como Zaplana quien, por decirlo suavemente, pertenece a otro “target”.

Junto a ellos España ha visto políticos del PSOE como José Bono, de Izquierda Unida como Julio Anguita o de ERC como Pilar Rahola (hasta su exilio) que contemplamos como un tesoro susceptible de sustitución por otros de “talante” más bien justito. Por eso hay que exigirles que formen a los nuevos, pues produce cierta urticaria sólo imaginar a los futuros “cachorros de ZP”.