V. LLADRÓ
Martes, 7 de julio 2015, 00:10
Arturo González del Río fue un médico muy apreciado en Vila-Real, donde tenía instalada una clínica en los años 40 y principios de los 50 y atendía a multitud de pacientes que confiaban en sus conocimientos. Sin embargo, un buen día de mayo de 1951 cerró la clínica y partió junto a su esposa, doña Conchita, y sus cuatro hijos (Arturo, Raúl, Conchita y Miguel) a la selva amazónica del Perú. Fueron como misioneros seglares y su decisión resultó repentina e inesperada para sus familiares, amigos, pacientes y vecinos.
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En 1965, el doctor González regresó por unos días a España con su mujer y su hija, dio una conferencia en Madrid y contó sus peripecias con los indios jíbaros y amaracaires a un joven periodista valenciano, Julián García Candau, que también es de Vila-Real. Su historia fue publicada en LAS PROVINCIAS el 27 de enero de 1965.
A la lógica pregunta del periodista que se interesó por la razón que les hizo salir de España, Arturo González contestó sencillamente: «Es difícil de explicar; un día nos pusimos todos de acuerdo y decidimos la salida». Sólo había un mal recuerdo que nublaba tan extraordinaria aventura vital: su hijo Arturo pereció en el río Marañón cuando arreglaba una canoa.
A cambio, la satisfacción de contribuir a mejorar las condiciones de vida de infinidad de nativos y de salvar a muchos en situaciones graves, a veces enfermos de infecciones muy comunes en el mundo civilizado, como la gripe o el sarampión, ante las cuales sucumbían los indios por no tener defensas y carecer de medicamentos.
Primero estuvieron tres años en la misión San Javier, adonde llegaron en mulos y en una balsa por el río, porque no existían carreteras. Después se trasladaron a la misión Madre de Dios. En ambas contó el médico valenciano con la valiosísima colaboración de su mujer, que era enfermera, y los dos tuvieron que enfrentarse multitud de veces a las supersticiones y brujerías de los indios, reacios en principio a aceptar la ciencia médica por la influencia de los chamanes. No obstante, conforme aparecían dolencias graves y los nativos mejoraban con los remedios de los españoles, fue imperando la confianza en ellos.
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El doctor González narró que seguían vigentes las costumbres ancestrales de los jíbaros, cuya fe en las pantomimas de los brujos iba, no obstante decayendo, para considerar al médico civilizado como «un brujo mucho más sabio». Los amaracaires, cuyo nombre significa asesinos, llamaban al doctor 'guayoroquirenda', es decir, 'el gran brujo'. A estos indios los sacó de la selva el padre español José Álvarez , quien logró una gran transformación en ellos.
Se acostumbraron al duro clima y a vivir en humildes cabañas con techo de palma, rodeados de animales amaestrados, incluidas boas contra los ratones. Su mayor molestia, las nubes de mosquitos.
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