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Pedro M. Campos Dubón
Lunes, 23 de febrero 2015, 02:18
Me había aprendido todas las canciones de Los del Río y Siempre así, grupos andaluces cañí. «Sevilla tiene un color especial, Sevilla sigue teniendo su duende, me sigue oliendo a azahar, me gusta estar con su gente». Olé y olé. Mi primer viaje con el Valencia como cronista y a la ciudad más folclórica. Llegábamos un sábado a media tarde y volvíamos a casa el domingo tras el partido. 24 horas de valencianismo en vena. ¡Ja! Sólo se alargó... hasta las cuatro de la madrugada cuando se anunciaba la destitución de Quique. Ha sido la jornada laboral más prolongada de mi historia, y se la debo a Juan Soler y a un postrero gol de Luis Fabiano. Ni bailes ni cantes ni nada, sólo un jamoncito bueno en la cena. Algo es algo.
Esa misma semana había entrevistado a Quique en Paterna. Hasta ese día jamás habíamos hablado. El entrenador salió del vestuario con ese arreglado pero informal que le caracterizaba. «¿Eres Pedro Campos? Te he leído alguna crónica», me soltó el sobrino de la Faraona. Sorprendido empezamos un conversación que se alargó dos horas. Nos volvimos a ver en el aeropuerto. Estaba contento, convencido de hacer un Valencia grande. Pero el partido fue un palo. Tres a cero y una imagen lamentable, con los jugadores discutiendo sobre el terreno de juego. Soler, que prefirió no viajar con el equipo, tuvo ese tic presidencial de cargarse entrenadores. Consultó con el director deportivo, Miguel Ángel Ruiz, y llamó a Jesús Wollstein, director de comunicación y marketing, para advertirle de que había convocado un consejo de administración para tratar el futuro del entrenador. Le pide que lo haga público aunque en privado ya está sentenciado.
Y entonces se produce una de las situaciones más esperpénticas de la historia del Valencia -define muy bien la época de Soler en Mestalla- cuando Wollstein se pone ante el micrófono de la sala de prensa del estadio Sánchez Pizjuán para anunciar la reunión enfundado en una llamativa sudadera azul con capucha. Los periodistas sevillanos preguntaban si era un espontáneo que se había colado.
La bomba ya ha estallado. Los jugadores se enteran al salir del vestuario. En el aeropuerto sevillano me vuelvo a cruzar con Quique. Lo hago en un pasillo cuesta abajo que enfila hacia la pista. Paso entre el técnico y Wollstein. Toco el hombro del exjugador con un «ánimo míster». Me mira con cara de resignación. Sabe que es el fin.
A la llegada a Valencia un impresentable, que dice ser aficionado, le dice a Quique: «Te dejo el boli para que firmes el finiquito. No sientes los colores». Es pasada la una de la madrugada y por el club aparece Juan Soler. El presidente saca las llaves para abrir la puerta trasera de la sede, pero se encuentra con dos carros de Mercadona y unas fregonas que tiene que apartar -otro gesto simbólico del promotor como ocupante del sillón valencianista-. A las tres y media de la mañana anunciaron a Óscar Fernández que era el nuevo técnico, y rozando las cuatro de la madrugada acabó la fiesta de Soler. Wollstein leía el comunicado con la destitución de Quique. ¿Sevilla tiene un color especial?
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