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Epifanio e Imeldo durante la recreación de la odisea de su naufragio en una de las escenas del documental. :: Luis Adern
Suplemento v

Perdidos en el Pacífico

Un documental recupera la odisea de dos marinos canarios que sobrevivieron veinte días en una balsa. Imeldo pensaba que Epifanio era un asesino y Epifanio, que Imeldo le tiraría al mar. Fueron los únicos tripulantes del 'Berge Istra' que se salvaron. Los otros treinta murieron en el naufragio

borja olaizola

Lunes, 17 de marzo 2014, 03:37

Imeldo Barreto tiene 79 años, es pescador y ha pasado toda su vida en el mar. Epifanio Perdomo va para los 77 y nunca le ha gustado el océano, pero ha tenido que hacer de todo para sacar adelante a su generosa prole -tiene una decena de hijos-. Los dos protagonizaron hace 38 años una de esas epopeyas náuticas que parecen sacadas de una novela de aventuras: sobrevivieron durante veinte días, en medio de la inmensidad del Pacífico, a bordo de una diminuta balsa de fibra sin apenas agua ni alimentos.

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Imeldo y Epifanio fueron los únicos tripulantes que salieron con vida del hundimiento del 'Berge Istra', en su momento uno de los buques estrella de la marina mercante por sus colosales dimensiones -era mayor que el 'Titanic'- y el derroche tecnológico desplegado en su construcción. Pertenecía a una naviera noruega y solía transportar petróleo y minerales. A finales de 1975 cubría la ruta entre Brasil y Japón cuando una explosión en sus bodegas lo partió en dos. El gigante se fue a pique llevándose en sus entrañas a toda la tripulación a excepción de los dos protagonistas de nuestra historia. Desaparecieron en total 30 marinos.

La tragedia ocurrió en el estrecho de Mindanao, entre las Filipinas y las Molucas, uno de los pasillos marítimos en el camino a Japón. El episodio tuvo gran eco en el norte de Europa, de donde procedía buena parte de la tripulación, pero pasó casi desapercibido en la España de la época, aún sacudida por la reciente muerte de Franco. En Canarias, lugar de origen de doce de los marinos, incluidos los dos supervivientes, la llama del suceso brilló con algo más de intensidad, pero se apagó enseguida. A diferencia de otras catástrofes marítimas glosadas hasta la extenuación, la del 'Berge Istra' quedó en el anonimato quizás porque los mercantes tienen menos tirón que los transatlánticos o los buques de guerra.

Hagamos un viaje en el tiempo para trasladarnos a la cubierta del carguero en aquel 30 de diciembre de 1975. Eran las cuatro de la tarde y el sol estaba aún en lo alto. El barco había partido ocho días antes de Tubarao, en el sur de Brasil, y en otros cinco llegaría a Japón. Imeldo y Epifanio tenían tarea pendiente en la proa, mientras los encargados de mantenimiento realizaban trabajos de soldadura junto a una de las bodegas de popa. El mar apenas se movía y los dos marinos solo pensaban en terminar la faena para retirarse a descansar un rato antes de que sirviesen la cena. La plácida navegación fue súbitamente interrumpida por un estruendo que surgió de lo más profundo del buque. En un abrir y cerrar de ojos la popa del barco, donde estaban el puente y los camarotes de la tripulación, quedó envuelta por el humo y las llamas.

«Debieron ser las chispas de las soldaduras», recuerda Imeldo, que casi cuatro décadas después aún guarda una memoria vívida del momento de la explosión. Luego vino un torbellino de acontecimientos de los que conserva recuerdos incompletos. «Aquello era un infierno, la popa se hundió y la proa se iba elevando mientras nos agarrábamos como podíamos a una barandilla para no caer al agua», cuenta con un cerrado acento canario. Lograron soltar los cabos de una pequeña balsa, al tiempo que el buque se iba hundiendo en un apocalipsis de fuego. Imeldo calcula que el 'Berge Istra' no tardó más de cuatro minutos en irse a pique, un plazo extraordinariamente breve si se tienen en cuenta sus dimensiones: 227.500 toneladas, 315 metros de eslora y más de 50 de manga.

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El remolino formado por el coloso en su camino al fondo del Pacífico estuvo a punto de arrastrar a Imeldo y su compañero, pero ambos lograron desprenderse de su abrazo. «Fue un milagro», rememora el marino, que perdió casi toda la ropa que llevaba debido a la succión. Cuando ascendió a la superficie en busca de aire pudo ver que allí no quedaba nada, solo agua ennegrecida por el mineral y unos cuantos enseres flotando. Entre ellos estaba la pequeña balsa que habían conseguido desatar en el desconcierto que siguió a la primera explosión. Nadó hasta ella, se encaramó como pudo a su cubierta de menos de tres metros cuadrados y barrió las aguas con la mirada. Se resistía a creer que era el único de la treintena larga de tripulantes que había sobrevivido. Comprobó que su instinto no le engañaba cuando vio a unos metros un cuerpo boca abajo.

Fuera navaja

Se impulsó con las manos e izó como pudo a su compañero hasta la balsa. Le hizo la respiración boca a boca -ironías del destino, la naviera les acababa de impartir un curso de reanimación- y vio que se recuperaba a pesar de que estaba cubierto de sangre y tenía cortes y magulladuras en la cabeza y las piernas. Enseguida le reconoció: era Epifanio, el que estaba con él en la proa cuando se oyó la primera explosión. Maldijo su suerte; aunque no había tenido ningún desencuentro con él en la travesía, corrían rumores de que había matado a un hombre con una escopeta y había pasado nueve años en la cárcel. «De los treinta me tiene que tocar éste», barruntó para sus adentros, mientras se deshacía con disimulo de la pequeña navaja que había encontrado entre los pertrechos ocultos en uno de los dos tambuchos de la balsa. Hay que pensar en todo cuando uno se queda a solas con un asesino en medio de la nada.

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La balsa es tan pequeña que para tumbarse a dormitar hay que buscar la diagonal. Imeldo halla también un par de litros de agua, galletas rancias y un aparejo con un anzuelo que no tarda en armar para hacer lo que mejor sabe: pescar. Las magras provisiones desencadenan las primeras disputas: Epifanio quiere comerse ya las galletas e Imeldo piensa que es mejor racionarlas. Son días difíciles. Además de asimilar su situación, tienen que convivir con sus fantasmas: el uno está convencido de que en cualquier momento aflorará el instinto asesino de su compañero y el otro teme que el pescador le arroje al agua porque sabe que así tendrá más posibilidades de sobrevivir.

Pero la desesperación es terreno abonado a las confidencias y ambos no tardan en sincerarse. Imeldo respira aliviado cuando su compañero le confiesa que inventó el bulo del asesinato para hacerse respetar entre los hombres del barco. La relación cobra otro rumbo a pesar de que su situación adquiere perfiles cada vez más dramáticos. El agua de lluvia que recuperan en un plástico impregnado de petróleo no es suficiente. Tampoco logran calmar su sed chupando los ojos y el hígado de los peces que captura Imeldo. Un albatros se posa un día en la borda de la diminuta balsa y el pescador propone sacrificarlo para beber su sangre y comer algo de carne. Epifanio se niega. Piensa que la enorme ave -tres metros con las alas extendidas- es una señal de Dios que hay que respetar.

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El albatros remonta el vuelo. Han pasado ya casi veinte días e Imeldo, que hasta entonces ha llevado las riendas, confiesa a su compañero que va a tirarse al agua, que ya no puede más. Epifano le implora que no le deje solo, que sin él su muerte es una certeza. Les vence la somnolencia de la derrota. El hambre, la deshidratación y la falta de sueño dibujan a su alrededor una cortina de sopor que más parece una mortaja. Les despierta una sirena de barco. Se restriegan los ojos cuando ven que un grupo de japoneses les saluda desde la cubierta de un pesquero. Es el 18 de enero de 1976 y están a 500 millas del lugar de la catástrofe. En sus hogares, donde ya se les daba por muertos, les reciben como seres venidos de otro mundo. Imeldo vuelve a salir a pescar; Epifanio se contrata como vigilante de seguridad, no quiere ni oír hablar del mar. Ninguno ha vuelto a pisar un barco grande. Son la memoria viva de un naufragio.

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