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Esther Brotons
Domingo, 20 de julio 2014, 00:35
Cuando Mª Carmen, María, Mar y Lucía, familiares de grandes dependientes, acudieron a las primeras sesiones del taller grupal junto a otros cuidadores les preguntaron qué veían cuando se miraban al espejo. «Algo horrible», afirmaron algunos asistentes. Entraron por la puerta sobrecargados, agobiados, con estrés, depresión... Estaban al borde del precipicio. Dos meses después, vuelven a observarse en un espejo. «Se ve felicidad», dicen antes de despedirse de quienes también han sido su paño de lágrimas.
Es jueves y en una sala del centro de salud Florida de Alicante, la enfermera gestora comunitaria, Loli Saavedra, junto a la trabajadora social, Josefina Sáez, y el profesor de Enfermería de la UA, José Ramón Martínez, se sientan formando un círculo con una docena de cuidadores familiares.
El departamento de salud de Alicante, junto a Castellón, fue pionero en la Comunitat en poner en marcha estas actividades. Han pasado siete años desde que el equipo de la Florida emprendiera este camino y sus buenos resultados cosechados han llevado a que ahora tengan lista de espera para entrar.
Organizan tres talleres al año, con doce a catorce cuidadores, que durante diez sesiones semanales de dos horas trabajan en un espacio para generar ideas, compartir con otros y comprenderse mejor a sí mismos. Los profesionales no dan abasto para cubrir la demanda y ya se estudia un proyecto para después del verano extenderlo a todos los centros del área de Alicante.
«Esto es un actividad grupal de autoayuda para compartir experiencias, reflexiones, temores y a partir de ahí ir construyendo una nueva realidad con nuestro apoyo. No estamos hablando de una reunión de amigos», insiste la coordinadora. El equipo de trabajo no les da pautas ni criterios ni tampoco se dedican a enseñarles. «Tratamos de que encuentren habilidades para manejarse mejor y cuando traemos a un fisioterapeuta no viene para decirles cómo mover a un paciente sino, qué pasa con ellos cuando mueven a ese dependiente. Es aprender a cuidarse de sí mismos», añade.
María (43 años), con dos hijos, es la cuidadora de su madre, enferma de Párkinson desde hace tres años. Se sincera. Antes de llegar al taller estaba en un «precipicio» y vivía «amargada pensando que todo lo hacía mal». Dice que ha aprendido. Y mucho. Está encontrando su espacio. «Me siento feliz y hasta me dicen qué he hecho porque estoy más guapa».
Su compañera de la izquierda es Mar (44 años). Su padre tiene problemas de movilidad y vive también con una tía que padece una demencia. «No tienes vida; estás entregada totalmente a su cuidado y cada vez es más carga». Ir a trabajar era su única desconexión. Día y noche pendiente de sus dos familiares, estos últimos cuatro años de lucha le estaban pasando factura.
No es la única. Los profesionales reconocen que todos llegan «hechos polvo, tienen tal sobrecarga y poca ayuda que a poco que les ofreces algo están receptivos y abiertos». Anulados como personas, en las sesiones han compartido las experiencias y vivencias más íntimas. Han sentido que les escuchaban. Porque, según dicen, que se sienten olvidados por parte de las administraciones. No se les reconoce la batalla que libran cada día.
Al ser la última sesión, llega el momento de mostrar sus mejorías. Unos comentan que están mucho más tranquilos y que también han aprendido a «dejar que te ayuden». Para Lucía (57 años) la experiencia no ha podido ser más gratificante. Su suegra empieza con una demencia senil y «esto también ha servido para ir preparándome para lo que me viene; estoy súper agradecida por todo lo que nos han ayudado». Igual que Mª Carmen (60 años), que cuida de su madre con alzhéimer. Una enfermedad devastadora, que la tiene pendiente las 24 horas. «Estoy encantada, mira la carita qué tengo», dice en referencia a cómo ha cambiado.
Solo con el hecho de haber acudido estos meses al taller les ha permitido, según comenta Saavedra, descubrir que pueden estar dos horas fuera de casa, dedicándose solo a ellas, sin pensar en los demás, y el mundo no se para, sigue adelante. «Nos han abierto las puertas a horizontes perdidos», apunta el único hombre que asiste a la sesión, más reservado a la hora de descubrirse ante un medio de comunicación. El taller concluye y llega el momento de los abrazos y las despedidas. Esta vez no hay lágrimas de amargura.
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