Estas fechas en las que nos encontramos son fechas de sueños e ilusiones. Los niños son los protagonistas de ellas, aunque a los mayores todavía nos gusta convertirnos en pequeños y tener ese punto de magia e ilusión. Y en muchos aspectos de la vida, no sólo en dar o recibir un par de regalos. En multitud de ocasiones, la mayor ilusión no va envuelta en papel de regalo o en una caja, sino en acciones y sentimientos que van mucho más allá de lo que te pueda traer el señor de rojo o Baltasar.

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Pues en esta época, uno volvía a retroceder la mirada y, como ahora tengo más cerca el estadio que vio jugar a tantos y tantos futbolistas y el pabellón donde el mítico Calpisa demostraba que otro deporte también es posible en la ciudad, soñaba con volver a disfrutar de lo que allí dentro se cocinaba. En definitiva, volver a tener ilusión por esto del deporte de masas.

Recuerdo salir a las cuatro y media desde Carolinas, porque la hora futbolera de toda la vida eran las cinco de la tarde, junto a mi hermano y a mi tío, quien me llevaba sufriendo por la cuesta de Conde Lumiares. Hasta llegar a la Casa Sacerdotal y girar para tomar la puerta de entrada a los sueños de un niño desde el fondo sur. Sueños que fueron desde Rodríguez hasta Irún, pasando por Sanabria y muchos otros. Los mismos sueños a los que pretendíamos llegar los domingos por la mañana en dirección al antiguo Pabellón Municipal, hoy Pitiu Rochel, apellido de una familia a la que le tengo mucho más que cariño.

Esos sueños se fueron diluyendo. Los que hicieron desaparecer uno y los que están intentando hacer desaparecer el otro se creyeron los dueños de estos sueños de niños y los rompieron en mil pedazos. Pero en esta época nos da pensar que los sueños se harán realidad y si no van camino de San Blas, lo harán camino de Juan XXIII. Pero lo que nunca haremos es dejar de soñar.

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