

Secciones
Servicios
Destacamos
Un edificio se puede leer como si fuera una muñeca rusa. Es un fenómeno al que se someten incluso aquellos que atesoran una más fecunda ... y larga historia, que en ellos opera como una invitación a descifrar su singularidad mediante la misma técnica culinaria con que se pela una cebolla: a capas. Son matrioskas, en efecto, como ocurre por ejemplo con el protagonista de estas líneas: la sede del Banco de Valencia, un imponente caserón que es uno y trino. O más que trino: una visita a sus entrañas, a través de la iluminadora guía de Andrés Goerlich en su condición de fedetario del legado del arquitecto autor del inmueble, su tío abuelo Javier Goerlich, permite concluir que no hay un único Banco de Valencia. Hay tantas versiones del edificio como diversas son las miradas que le dirigimos.
Como nota preliminar que avala esta naturaleza versátil del Banco, debe observarse que cuenta con un emplazamiento casi triple. Su curiosa fisonomía, esta planta tan intrigante, ofrece una entrada principal de índole doble, porque reside en la unión entre las calles Juan de Austria y Barcas, aunque nosotros utilizaremos la entrada por Pintor Sorolla como acceso para esta inspección. En la entrada aguardan los responsables de su actual propietaria, CaixaBank, incluidos los miembros de su equipo de arquitectura. La entidad bancaria tiene entre estos muros su sede institucional, luego del proceso de fusiones que ha protagonizado el sector en los últimos años. De la mano de estos privilegiados cicerones iremos viendo lo que se ve, es decir, lo que puede ver cualquier ciudadano que ingrese en el edificio para alguna gestión, y también lo que pasa más desapercibido.
Su sótano, por ejemplo, al que se llega descendiendo una escalera al pie del atrio de entrada. Una escalera semicircular en origen, según un diseño muy caro a Javier Goerlich, que se eliminó en una de las reformas del edificio y que nos conduce hacia la zona donde duermen las cámaras blindadas, custodias de secretos y tesoros. Sus impresionantes puertas, de marca Fichet y de una anchura colosal, guardan los bienes de los depositarios con la solvencia que merece una caja de seguridad que lleva ejerciendo semejante fin desde la fecha fundacional del edificio, allá en los años 40 del siglo pasado. Y de paso ayudan a entender a las visitas que este espacio consagrado al dinero transmite el mismo mensaje que el resto del edificio: solvencia, poderío y riqueza.
Ese fue el discurso dominante en la narrativa que Goerlich empleó para alumbrar a su criatura. Lo cuenta su sobrino nieto Andrés con el enciclopédico relato con que arroja luz sobre la Valencia de aquel tiempo, hace casi un siglo. En sus palabras vemos cristalizar ante nosotros el prodigio de pensar las condiciones concretas en que el arquitecto recibe el encargo y cómo lo materializa para devolver a sus clientes (familias de profunda raigambre local, como los Casanova, de quienes era algo así como su arquitecto de cabecera, o los Noguera) la confianza que depositaron en él en los lejanos (y algo locos) años 20: el cometido de transformar el solar resultante del derribo de dos fincas para que naciera aquel primigenio Banco de Valencia que en su tablero adoptó una fisonomía original algo desconcertante. «Le salió un proyecto rabiosamente racionalista», explica Andrés Goerlich. El estilo propio de aquel momento de su carrera, que encajaba mal con la impronta majestuosa que su clientela requería y que Goerlich amoldó a las consideraciones que fue recibiendo para que finalmente el edificio adoptara una configuración más acorde con su condición de icono urbano. Un léxico historicista, que encajaba bien con el carácter emblemático del encargo, resolvió sus dudas: desde 1942, el Banco de Valencia opera entre nosotros como la cumbre del neobarroco a la valenciana que tanto nos maravilla.
Esa oda al neobarroco es un rasgo diferencial que se observa en cada recodo del edificio, muy visible en uno de sus espacios más deslumbrantes: el magnífico atrio, de orden casi gigante, sostenido sobre colosales columnas de notable grosor. Al atrio se accede desde la calle a través de puertas también de considerable tamaño, donde se observa el delicado trabajo del gremio de la forja, aquellos herreros de antaño que encontraban en este tipo de edificios el escenario propicio para su lucimiento. Andrés Goerlich nos llama la atención sobre otros factores que contribuyen a dotar de magnificencia al conjunto: el suelo que pisamos, por ejemplo, con el delicado rosetón de la entrada a dos colores decorando el señorial mármol verde y blanco, según un programa decorativo que cruza todo el piso en forma de elegante cenefa. El mármol, aunque en tono rosa, ilumina además las paredes de la planta baja del edificio, igual que luce en el sótano del que venimos, donde por cierto se registra el único pero que puede atribuirse a la creación de Goerlich, bien que eximido de culpa: el bajo nivel freático propio de Valencia, el propio de una ciudad cuasifluvial como todavía es, daña levemente esos muros. Como si se salinizara el mármol rosa y se volviera incandescente. Como si las paredes brillaran en la oscuridad. Un incordio pasajero para esta versión del Banco: sede bancaria, icono urbano y también cámara de los tesoros de la sociedad valenciana.
Y además, museo. Porque nuestra visita prosigue por las estancias vetadas al escrutinio popular y superan las puertas que dan acceso a las plantas nobles. En ellas nos espera una especie de galería de las maravillas, fruto de las adquisiciones que en materia de arte con que la entidad ha distinguido históricamente su trayectoria. Nos recibe un monumental Sorolla, hermanado en estas paredes con un Barceló igual de majestuoso en sus dimensiones y delicado en su ejecución. De las paredes cuelgan otras joyas: algún Benlliure, un Manolo Valdés… Allá un Miró, aquí un Modigliani. Es un espacio silencioso, que algún parecido guarda con las salas de un museo y derrama sobre el visitante un espíritu conventual reconfortante; por las calles que se atisban desde los ventanales predomina el ruido, y tal vez la furia. Aquí dentro se respira una atmósfera ensimismada que predispone a la introspección: nadie diría que estamos en un banco. Otra de las pruebas que avalan al Banco de Valencia como una suerte de navaja suiza de la arquitectura local: tiene tantas capas como esa cebolla del primer párrafo. Una condición multifacética que adorna las palabras de Goerlich mientras se abandona al relato de la peripecia constructiva que supuso aquel edificio en la carrera del gran arquitecto de la Valencia del siglo XX y algo tuvo de odisea: movilizó a los mejores gremios artesanos de la ciudad (y ahí tenemos ese ejemplar catálogo decorativo que puebla su fachada) y tuvo que exprimir su imaginación para hacerse con los materiales que asegurasen a su edificio un sitio en la eternidad. Como si pensara tanto en cumplimentar su encargo como en satisfacer el apetito de Valencia en su intangible condición de faro del Mediterráneo levantando en consecuencia lo antedicho: un edificio que es más que un edificio.
A este desafío pudo responder Javier Goerlilch valiéndose de la fortaleza económica que distinguía a sus clientes porque, como suele ocurrir en estos encargos de escala desproporcionada, casi es tan interesante lo que se aprecia del inmueble como cuanto no se ve. El acero, por ejemplo. ¿Acero? Acero, sí, contesta Andrés Goerlich para remarcar el genio de su tío abuelo en el uso de ese material como piel invisible del Banco de Valencia. Un material que por entonces, en la Europa testigo de dos conflictos bélicos consecutivos, se convirtió en un preciado bien por la escasa disponibilidad que había de él: las grandes empresas que lo manufacturaban preferían venderlo a las potencias en guerra para fabricar sus letales ingenios (proyectiles, armamento, blindados), con el riesgo de desabastecer a quienes lo necesitaban para poner en pie esta clase de edificios. Un contratiempo resuelto a la valencia, sonríe Goerlich. De esta orilla del Turia viajaron hasta Gran Bretaña cargamentos de naranjas para que, trueque mediante, llegaran desde las islas los fletes de acero que hicieran posible el sueño del Banco de Valencia. En agradecimiento a aquel divertido pasaje de la historia, un detalle decorativo recuerda la importancia que la humilde y querida naranja tuvo para que Goerlich culminara su proeza. Un prodigio para el que se valió de la experiencia previa con su socio Paco Almenar en aventuras semejantes, que en algo recuerda al proceso de construcción de otro emblema local: el Mercado Colón, con cuya estructura metálica está hermanado.
Una estructura en acero, por cierto, que no es cualquier estructura: en el Banco de Valencia, como nos informan los arquitectos de la casa que nos guían durante la visita, permanece visible una de aquellas antiguas vigas que en perfecto estado de uso siguen garantizando que la obra de Goerlich perviva al paso del tiempo. Es una viga de acero roblonado, así llamado en atención a los roblones que recorren su silueta: una suerte de tornillos de imponente grosor que hoy, como solitaria muestra de aquel momento fundacional, nos esperan asegurando la fortaleza de una viga anidada en un rincón de las plantas superiores. Un espacio donde de nuevo el Banco de Valencia adopta otra encarnación: es una zona diáfana, donde se ubican los servicios administrativos, que opera como una oficina de toda la vida… salvo que ocupa unas salas de generosa anchura y longitud. Es otra de las muñecas rusas que se esconde en el inmenso edificio, que antaño todavía albergaba otras funciones ya desaparecida: fue sede de empresas, por ejemplo, que encontraron aquí el espacio que merecía su vertiente representativa y adherían su imagen de marca al formidable impacto que el Banco de Valencia generaba sobre el imaginario ciudadano. Y fue también, y aquí salta la sorpresa, vivienda. Entre sus muros, escalando hacia las plantas superiores, algunos de los pisos (el séptimo, por ejemplo) se reinventaron para el uso doméstico, versión lujo: porque sólo como un privilegio se puede entender el disfrute de una casa de más de doscientos metros, enclavados en lo mejor de la ciudad y alojados en un edificio firmado por un profesional de la talla de Javier Goerlich.
Aquella función como vivienda se clausuró no hace tanto tiempo. Hoy, la última de las matrioskas que habitan en el Banco de Valencia se esconde en el piso superior. Es un espacio reservado para la parte institucional de la entidad, donde suelen organizarse reuniones de sus órganos directivos, que dispone además de acceso a una deslumbrante terraza. Con Valencia a nuestros pies, recorriendo con la mirada los monumentos cercanos, divisando la línea marítima o las escarpadas estribaciones de la Sierra Calderona, el recorrido por el edificio alcanza toda su plenitud. Once plantas de detenido paseo por un icono valenciano, la clase de monumentos cuya contemplación nunca se acaba. Cuando ingresamos, nos maravillamos ante las filigranas que decoran su fachada, esa fachada curvilínea tan propia del magisterio de Goerlich, cuyo sobrino nieto nos sigue ayudando en el examen detallado de la obra de aquel singular arquitecto. Sus colegas de CaixaBank también se admiran como nosotros de la feliz convivencia entre distintos elementos (mármol, piedra, cerámica, ladrillo) que recubren su piel, un ejercicio de autoría donde tropezamos con el genio del autor y de sus cómplices: carpinteros, ebanistas, canteros… Los excelentes gremios profesionales de la sociedad y la industria de aquel tiempo se citaron en el Banco de Valencia para levantar a este coloso de quien nos despedimos por la puerta que da a Pintor Sorolla. En el vestíbulo también nos dice adiós una hermosa obra de Carmen Calvo: unos cristales enmarcados que reflejan la majestuosidad del edificio que los albergan. Otra muñeca rusa: el Banco de Valencia, como espejo que sigue acompañando a los valencianos casi un siglo después de su nacimiento.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.