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Una imagen cenital, tomada hacia 1945, la actual calle Jaime Roig es una arteria que cruza entre un dédalo de huertas, festoneadas por una asilvestradas ... edificaciones que dejan atrás el fallido proyecto de Valencia al mar, con los llamados chalés de los periodistas como testigos solitarios de lo que pudo haber sido y no fue. Hoy resisten al pie de la avenida Blasco Ibáñez, que por entonces alojaba ya la Facultad de Medicina y el edificio que hoy alberga al Rectorado, pero rodeada igualmente de un páramo de terrenos donde se hace difícil adivinar que hoy se ubica uno de los barrios más acomodados de Valencia. En cierto sentido, es un rincón de la ciudad que, pese a su condición privilegiada, pasa desapercibido, tal vez porque se sitúa al norte, exige atravesar el viejo cauce y además carece de la animada vida comercial del centro de la ciudad, de sus calles más adineradas o con un estatus histórico superior.
Este barrio, que linda con el jardín de Viveros y cuenta con unos cuantos iconos (el colegio Alemán, el decaído Pasaje Luz) es precisamente el que edificó la clase patricia valenciana que, avanzado el siglo XX, observó en sus antiguas moradas las carencias en materia de confort que la alta arquitectura de entonces empezaba a garantizar con una nueva tipología de edificios que ahora se diseminan por la citada Jaime Roig, la vecina Botánico Cabanilles y las calles que unen a ambas en perpendicular. Es el barrio que nació en los años 60 y 70 del siglo pasado para albergar la pujante nueva burguesía valenciana. Un barrio tan discreto que ni siquiera tiene nombre, porque va más allá del Pla del Remei, pero dueño de un encanto tan singular que merece una detenida inspección.
El arquitecto valenciano Javier Domínguez ha destinado un generoso tiempo y admirable dedicación a diseccionar esta parcela del urbanismo valenciano que se agrupa en estas cuadrículas de elegantes calles dominadas por una fisonomía común, donde se encierra su sello diferencia. Son bloques parcelados según una lógica de edificaciones abiertas, toda una novedad para la época en que se levantaron. Dotados de abundante vegetación, tanto en el exterior (donde habita una rica flora en las jardineras ubicadas aprovechando los astutos retranqueos a las calles principales) como en las zonas interiores, auténticos parques particulares, con sus bancos y sus columpios, con sus sigilosos parterres en algún caso. Gozan además de espléndidas terrazas, que se orientan en los casos más celebrados hacia el cercano jardín de Viveros, un magnífico oasis a medida que la caminata nos guía por su vallado hacia el norte.
Desde Jaime Roig hemos venido hasta Botánico Cabanilles a través de una calle que tiene algo de misterioso pasadizo: es la dedicada al marino Álvaro de Bazán, hacia donde se recuestan varios edificios que tienen en común unos cuantos atributos. Se trata, advierte Domínguez, de arquitectura «de alta calidad». Y se trata además de una clase de arquitectura adherida a algunos de los más famosos y reclamados despachos de por entonces: una especie de museo al aire libre de esa clase de arquitectura setentera, algunas de cuyas conquistas se observan estupendamente en varios de estos edificios que salen a nuestro encuentro.
Es el caso por ejemplo de la espectacular torre que firmó el equipo GODB en Jaime Roig. O del proyecto debido, en Botánico Cabanilles, al arquitecto madrileño…. Dos elegantes edificios que comparten también características coincidentes. Amplios espacios (son pisos en el entorno de los 200 metros cuadrados), que además de apostar por rodearse de sus propias zonas verdes, rendían tributo al estilo de la época mediante amplísimos zaguanes, monumentales en algún caso, que concedían a los propietarios de las viviendas un estatus superior, a la altura seguramente del precio que tuvieron que desembolsar en su momento por sus nuevas casas.
Una elevada tarifa que se justificaba no sólo porque sus flamantes posesiones se valían de los mayores adelantos en materia de confort de aquellas década, sino porque además se emplazaban en una zona de alto valor residencial. Lo que Domínguez llama «el mayor jardín de Valencia». Y no es una hipérbole: al vecino Viveros, que asegura vistas de ensueño y atardeceres de postal a los privilegiados cuyos pisos se orienten hacia esa esquina de la ciudad, se añade la presencia aledaña de dos focos que alimentaban con sus propios jardines y exuberante vegetación esa imagen casi de bosque urbano, la Hípica y el Club de Tenis. Y hacia el este, los campos deportivos de la Universidad, otro espacio vacío de edificaciones, aseguraba que todo el barrio se viera presidido por esa misma idea: una zona residencial más o menos pura, adonde no llegaban las molestias propias de vivir en el centro. Donde la ciudad mostraba su cara más amable y sus vecinos se beneficiaban además de disponer de una serie de dotaciones que ayudaban a mejorar la calidad de vida.
Por ejemplo, el edificio del Colegio Alemán, el gran foco educativo de la época, que también hoy contribuye a escolarizar a los retoños de quienes entonces decidieron acomodarse por aquí. Los hijos, más bien los nietos, de los primeros habitantes de este barrio sin nombre. El paseo acaba llegando hasta la calle Bachiller, que precisamente alcanza uno de los accesos al Colegio Alemán, cerca del edificio recientemente levantado como ampliación al original. Son dos piezas que conviven estupendamente entre sí, a pesar de las diferencias de edad. También dialogan con armonía con el resto de edificios colindantes. En uno de sus laterales, vemos alzarse hacia el patio del colegio las torres que también en esta zona más escondida del barrio firmó el despacho GODB, recorridas por un friso en horizontal bajo el cual se ubica el Pasaje Luz, otro de los emblemas de la zona.
Unas torres que congenian con naturalidad con el espíritu del barrio, también de magníficas dimensiones en su interior, cuyas fachadas notan ya el paso del tiempo pero que mantienen ese punto evocador con que se construyeron, un discurso modular que confiere una gracia especial al conjunto cuando parecen asomarse al vacío y añaden un toque horizontal a la verticalidad dominante. Son edificios de elevada altura, que se comen una manzana entera, de acuerdo con la misma teoría que hacen suya otros rascacielos ubicados en las manzanas aledañas, que también colonizan. Los edificios nacidos del tablero del brillante arquitecto Antonio Escario, autor del célebre ingenio que conocemos popularmente como La Pagoda: una suerte de aduana para quien camine desde el corazón de Valencia a conocer este sugerente barrio.
Hacia La Pagoda por cierto encaminamos nuestros pasos, ya de vuelta, pero no sin detenernos para apreciar la majestuosidad, y el esbelto encanto, de estas otras torres que también llevan la firma de Escario: volcados hacia la calle Doctor Gómez Ferrer, recuerdan en su apariencia a La Pagoda, desde luego, pero exhiben con orgullo su propia identidad, siempre fiel a la tipología prevalente en todo el barrio. Grandes terrazas al exterior, amplias zonas verdes interiores, construcción de gran calidad… Los mismos elementos que veremos luego en edificios más cercanos al viejo cauce, como los ubicados en la plaza de la Legión Española, el misterioso y coqueto rincón que dispone de su propio jardín (el señorial Palacio de Monforte) y de bloques tan interesantes como la torre de viviendas que antes fue hotel de la cadena Meliá y todavía conserva ese mismo señorial zaguán, que otorga un toque de majestuoso acceso a un conjunto de viviendas donde habitan algunos de los apellidos más célebres de Valencia: entre ellos, unos cuantos arquitectos (e ingenieros) que vieron en este coqueto entorno el destino ideal para su residencia: los Tomás, Tamarit, Manglano, Colomer... Rendían tributo a sus maestros en el arte de la arquitectura que se prodigaron por aquí, como Vives o Vidal.
Nuestro paseo va concluyendo. Estamos a la espalda de La Pagoda, protegido el acceso a sus garajes por una singular rocalla que ha vivido días mejores y escoltado por un gigantesco ficus, desde donde la monumentalidad de esta criatura del arquitecto Escario, y la huella de su genio, se aprecia con especial intensidad. El solemne recurso a las maderas nobles para las puertas y ventanas, los elegantes pasamanos y resto de detalles decorativos, apelan a ese atributo colectivo del barrio que trepa hacia el norte de Valencia: rendir tributo a la buena arquitectura. En su caso, a través de ese ingenioso juego de volúmenes que se bautizó con gracia popular como La Pagoda, que se aprovecha de una orientación privilegiada hacia el viejo Turia o hacia el vecino Monforte y que sirve como frontera meridional para acceder al barrio que acabamos de dejar atrás. El que no tiene nombre, el que nació para acoger a la burguesía valenciana de hace casi un siglo y hoy se mantiene como uno de los más discretos, elegantes y acogedores de la ciudad.
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