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José Domingo Ampuero presidía hace un cuarto de siglo el Consejo de Administración de Bodegas y Bebidas, empresa matriz de Bodegas Ysios. Fue por lo tanto el ejecutivo que impulsó el encargo a Santiago Calatrava de levantar un edificio para bodega, el primer proyecto de estas características que pasó por el tablero del arquitecto nacido en Benimamet. Una decisión audaz, intrépida para la época, porque ese matrimonio de conveniencia entre el mundo del vino y la arquitectura daba sus primeros pasos y no resultaba frecuente que profesionales de prestigio vincularan su firma con ese delicado universo de añadas, barricas y exquisitos néctares. Norman Foster, Zaha Hadid y Frank Gehry acabarían ideando sus propios proyectos para algunas de las grandes bodegas españolas, pero que fuera Calatrava quien aceptara aquel contrato tuvo bastante de valentía. Un gesto que Ampuero todavía agradece. «Tengo un buen recuerdo de él, como persona y como arquitecto», rememora. Aunque añade un matiz: «Era muy, muy, muy creativo. Tal vez demasiado». ¿Demasiado? Ampuero aclara qué quiere decir con ese adverbio: «Es una máquina de pensar y de crear, está permanentemente creando, pero acababa siendo difícil sentarse con él y que concretara. Porque además», prosigue, «cuando finalmente conseguíamos que aterrizara sus ideas, al cabo de un mes te venía con otras siete distintas». Se ríe mientras recopila el anecdotario de aquellos días y apostilla: «Eso sí, esas siete ideas eran todas maravillosas».
De entonces conserva Ampuero en su caserío de Durango, al que invitó al arquitecto valenciano mientras se concluía el encargo, una serie de dibujos donde Calatrava plasmaba aquellas imágenes que le suscitaba el encargo de levantar en el corazón e la Denominación de Origen Rioja una bodega. Un feliz alumbramiento que atravesó momentos de dificultad, como subraya Ampuero: «Fue de las primeras obras que hizo para la iniciativa privada y, claro, se encontró con un cliente muy firme en la exigencia de controlar costes y cumplir el presupuesto». Al autor de la Ciudad de Las Artes y otras joyas valencianas le incordiaba lo que llamaba «rigideces», el férreo control que ejercía Bodegas y Bebidas sobre aquel proyecto. «Estaba acostumbrado a trabajar con la iniciativa pública, donde no hay que dar explicaciones a la junta de accionistas», añade Ampuero.
Las disensiones no fueron a más. Bodegas y Bebidas logró que Calatrava se ciñera a las condiciones del contrato, que nació a partir del impulso de la Administración vasca. «El Gobierno vasco quería que tuviéramos, como principal bodega de Rioja que éramos, una sede en Álava, además de la que teníamos en Logroño», observa Ampuero. Dicho y hecho. Gracias a las ayudas económicas allegadas desde el Ejecutivo autonómico, la empresa matriz acordó ubicar Ysios en territorio alavés «en cuanto nos salieron los números». No recuerda el entonces primer ejecutivo de la firma a quién se le ocurrió que el encargo recayera en el tablero de Calatrava, pero tal vez tuvo que ver con la idea motriz que impulsaba el proyecto: levantar una bodega única, especial, distinta. Unos adjetivos que encajaban con la prodigiosa personalidad del autor de tantas obras icónicas en Valencia y el resto del mundo, que materializó el contrato en un proyecto que interpretó de maravilla la naturaleza del encargo: «Hizo un diseño que nos gustó mucho a todos».
Un diseño que contenía sus propias particularidades, muy en la línea del estilo Calatrava. Y una construcción ejecutada por la empresa Ferrovial que Ampuero recuerda «muy complicada». «Es un edificio muy imaginativo pero también complejo, que encarecía mucho los costes», explica. El resultado final avaló la idoneidad del encargo. Hoy, veinticinco años después, Ysios es una referencia arquitectónica que llama la atención por su enigmática fisonomía y maravillosa curvatura, ese techo que parece moverse al mismo ritmo de quienes lo admiran, según la secuencia también en movimiento estático que distingue a las montañas que le dan sombra. «Mereció la pena», concluye Ampuero, que ha perdido el contacto con Calatrava, a quien sigue recordando con cariño.
«Entonces ya era una estrella, pero digamos que una estrella incipiente», afirma. Recuerda que Calatrava viajaba con periodicidad a España para reunirse en Bilbao con los directivos de la bodega, una serie de visitas de donde nació una estima que Ampuero considera mutua: «Se implicó mucho, se notaba que le estaba gustando eso de levantar su primera bodega». «Le hacía ilusión», agrega. De aquella relación recupera una serie de atributos esenciales: «Calatrava era un tipo encantador, simpatiquísimo, de trato muy cordial». Y aporta otro adjetivo: «Listísimo». «Estaba siempre en ebullición», reitera. «Estabas hablando con él y cogía un papel cualquiera para ponerse a dibujar los croquis de la bodega, una especie de bocetos que eran bellísimos. Tiene un don de Dios».
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Ampuero, que conserva algunos de ellos decorando las paredes de su casa familiar, cierra la conversación relatando una anécdota que sirve para desmentir el sambenito de pesetero que se suele asociar a Calatrava. «Doy fe de lo contrario», asegura. Se refiere a un litigio con el Ayuntamiento de Bilbao a cuenta de una fallida pasarela ideada allí por el arquitecto valenciano y su proyecto de conexión con la plaza que otro arquitecto, el japonés Arata Isozaki, levantó junto a ella. Calatrava ganó en los tribunales aquel pleito que desembocó en una indemnización cuantiosa. «Yo era amigo del entonces alcalde, Iñaki Azkuna, que estaba muy enfadado con Calatrava, pero le dije que estaba seguro de que si yo se lo pedía, nos donaría esa indemnización para la Casa de la Misericordia, una entidad benéfica que yo presidía entonces». «Lo dudo», le contestó Azkuna. Se equivocaba: gracias a la intercesión de Ampuero, Calatrava zanjó aquel enojoso episodio regalando a la institución bilbaína el importe que ganó en los tribunales. «Fue generoso», destaca ahora. No sabe sin embargo despejar la pregunta final. ¿Le gustaba el vino, el vino de Rioja? Ampuero lo ignora aunque luego se aventura: «Supongo que sí, como a todo el mundo».
Jesús Chocarro fue el hombre clave para que el cometido de levantar una bodega llegara hasta Santiago Calatrava. Alto ejecutivo en esa época en Bodegas y Bebidas, recuerda en conversación con LAS PROVINCIAS los pormenores de aquel encargo, basado en una pretensión clave: que el autor del edificio «fuero un arquitecto de renombre». «Estuve viendo en fotos, revistas y por internet las obras de varios arquitectos y Calatrava me pareció, por diversos motivos, el más interesante», añade. Chocarro viajó a Valencia a contactar con su elegido y una vez que aceptó ocuparse del proyecto se inició una fértil colaboración entre ambos que recuerda bien. Un relato plagado de anécdotas, por cierto. «Es un hombre de una gran cultura, inteligente, simpático, cercano, con sentido del humor… Tenía cierto conocimiento del mundo del vino a través de su suegro, por cierto. Una persona muy agradable», resalta. «Según sus palabras», prosigue, «toda obra de este tipo se sustenta sobre tres pilares: el arquitecto, la constructora y la propiedad». Un reparto de roles donde Chocarro representaba a la tercera pata de ese triángulo (la propiedad), que a menudo provocaba algún roce: el clásico juego entre cliente y arquitecto. «Calatrava era exigente con su equipo y con la constructora», explica. ¿Y con la propiedad? «Conmigo trataba de ser convincente», responde. «Y cuando no lo conseguía, disimulaba muy bien su posible enfado», añade. Y pone un ejemplo de cómo se sustanciaban aquellas negociaciones: «En una de nuestras primeras reuniones en Zúrich para cerrar el acuerdo, me enseñó un pequeño boceto de lo que podía ser la bodega, que me pareció algo muy tradicional. No era lo que pretendíamos. Me lo debió notar en la cara porque, sin decirle nada, lo rompió y me dijo: 'Déjame unos días'». En apenas dos semanas, Chocarro recibió una llamada desde Suiza: era Calatrava. «Me llamó entusiasmado», afirma. «Me dijo: 'Ya lo tengo, vente a Zúrich para que lo veas' Y cuando llegué a su casa, me recibe su mujer diciendo: 'Menuda semanita que me ha dado con la dichosa bodega, no para de hablar de ella». Luego me mostró el proyecto y me dio toda clase de explicaciones y, aunque muchas de ellas no las entendí, entre su entusiasmo y la imagen que me hizo ver de cómo sería la bodega, puede decirse que dimos ya entonces el inicio a la obra». Aquel «gran interés por el proyecto de hacer una bodega» que Chocarro detectó en Calatrava era una veta donde el arquitecto valenciano iría profundizando a medida que avanzaba en el encargo. Con la construcción recién iniciada, cuando notó que la fusión entre bodegas y alta arquitectura empezaba de repente a alcanzar «una gran repercusión mediática», el arquitecto volvió a contactar con Chocarro. «Me pidió que le ayudara a hacer una buena arquitectura y me mandó una serie de revistas de varios países en las que se hablaba y se mostraban imágenes de bodegas», observa. «La notoriedad creciente de las bodegas firmadas importantes arquitectos estimuló su interés», anota, antes de explicar los avances que fue experimentando el proyecto: «Hubo algún pequeño retoque que no afectó a ese diseño. Por ejemplo», señala, «en principio había dos lagos, uno delante y otro detrás de la bodega, pero se elimino el de atrás para usar ese espacio como aparcamiento». «También se analizaron diferentes recubiertas de la fachada, optando finalmente por la madera que no estaba en el proyecto inicial». Detalles menores que no afectaban al conjunto del edificio hasta que Calatrava decidió introducir cambios más profundos, que su cliente aceptó entusiasmado… hasta que hizo números. Chocarro recuerda bien aquel momento de inflexión. «Lo que propuso», reconoce, «me pareció una maravilla, propia de un artista genial y creativo como es Calatrava, porque propuso cambiar las puertas laterales de la bodega, una por donde entra y otra por donde sale la mercancía, y además poner otras puertas diseñadas por él hace tiempo, que tengo entendido que se estudian en las facultades de arquitectura». «Una autentica genialidad, semejan el movimiento del ojo humano, acepta, que sin embargo «suponían un importante retraso en la puesta en marcha de la bodega y un no menos importante desvío en el presupuesto». «Por ello se declinó su propuesta y el proyecto concluyó como estaba diseñado inicialmente», apostilla. «Como en casi todas las obras, hubo momentos de crisis que, como es evidente, fueron superados, pero estoy convencido de que se sintió muy conforme del resultado final de la obra», asegura. «De hecho, en una entrevista que le hicieron hace unos años le preguntaron de qué obra se sentía más satisfecho y dijo: 'Les voy a sorprender: me siento muy satisfecho de una obra menor, una bodega que hice en Laguardia y que está muy integrada en el paisaje'». Una alta consideración de la ejecución de su proyecto que convive en la memoria de Chocarro con la gratificante relación personal que establecieron. «Cuando le visité varias veces en su casa de Zúrich me trató magníficamente, me enseñaba la ciudad y también, con mucho detenimiento, la estación, que es obra suya. También me presumía de algunas esculturas que tiene en su casa, hechas por él, porque dice considerarse más escultor que arquitecto». Un frecuente contacto cimentado por la devolución de visitas que hizo Calatrava a Laguardia que se ha ido perdiendo con el paso del tiempo, aunque no olvida el ambiente informal en que se acabaron desarrollando aquellos contactos, que fueron más allá de la relación típica con su clientela. «En una de mis visitas a su casa de Zúrich, le dije que iba justo de tiempo porque tenía que tomar un avión y me propuso comer en su casa a base de emparedados», recuerda, prueba de la buena sintonía que llegaron a alcanzar, reflejada también en otro detalle: un par de botellas de buen vino italiano que le regaló.
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