Pero no cualquier clase de coleccionismo, como advierte el propio interesado. Andrés Giménez, que así se llama nuestro protagonista, ha reunido una amplísima colección de tesoros del pasado no tan lejano bajo el precepto de que cada objeto ejerza como testigo de la historia valenciana. Su casa es por lo tanto más que una casa: es más bien un templo de la valencianía. Un santuario laico que honra la devoción de su dueño por responder a la pregunta clave: quiénes somos. Y otra pregunta adicional: de dónde venimos. Dos preguntas que se van contestando mientras Andrés nos conduce por sus dominios. Un largo pasillo que desemboca en el salón sirve como pauta para el recorrido, abierto a las distintas habitaciones a derecha e izquierda desde el mismo recibidor, donde ya observamos que unas cuantas de sus joyas nos dan la bienvenida. Los objetos que ha ido coleccionando, procedentes de Valencia en su mayoría pero también del resto de España o de expediciones por Berlín, París y otras ciudades del exterior, se organizan según una divertida secuencia en armarios, estanterías y archivadores: un itinerario que va de menos a más a medida que avanza la visita y depara curiosidades a cada paso.
«Lo más interesante es lo que no se ve», avisa su dueño. Alude a cómo su botín duerme en carpetas y archivos a la espera de ser sometido a su análisis y también a nuestra curiosidad, que se va saciando mientras Andrés detalla la magnitud de sus bienes. Valga algún dato. Por ejemplo, los cien mil calendarios antiguos de bolsillo que posee. O esa abundante panoplia de su especialidad, los retratos de estudio: fotografías de época, datadas más o menos de un siglo a esta parte, que servían para iluminar las tarjetas de visita, otra reliquia de aquel tiempo que sobrevive gracias a esta afición de Andrés, fronteriza con la obsesión. «Para coleccionar tienes que tener dinero y espacio. Suelo y piso propio», avisa. Y buen olfato: la sobresaliente intuición para distinguir entre el grano y la paja que le acompaña desde niño, cuando tropezó en su Castellón natal con los cromos de futbolistas tipo Iríbar o Cruyff y se desató entonces una epifanía. Una pasión que se sigue manteniendo viva.
Una pasión que crece y se multiplica. En una voz lindante con el susurro, tal vez para no incordiar a esas 40.000 almas que comparten con él su morada, Andrés Giménez va explicando la forja de su colección desde aquel lejano día, cuando notó que le acompañaba cierta facilidad para identificar qué partes del legado de la Valencia antigua merecían la nueva vida que él concede a estos tesoros. «Me di cuenta pronto de que tenía facilidad para el coleccionismo», confiesa. «Si hay algo que buscar, yo lo encuentro». La frase apela al detonante de esta pasión, que dota de un discurso cabal, más allá de la anécdota: «Todos estos objetos reflejan el paso del tiempo, la transformación de nuestra sociedad». Lo dice apuntando hacia vestigios de aquella publicidad de los años 70, que reservaban por ejemplo un rol instrumental a la figura de la mujer y hoy carecen de sentido: una prueba del cambio experimentado en ciertos hábitos sociales y nutre el alijo que fue Andrés recolectando en sus aventuras por los distintos rastrillos repartidos por Valencia, desde el remoto mercadillo de las calles Nápoles y Sicilia, hasta el ubicado junto a Mestalla, el que más frecuentó, o el enclavado ahora por Tarongers. De ahí procede esta hermosa memorabilia, según un principio que su propietario enuncia con emoción contenida: «Aquí está la última imagen que existe de muchos valencianos que nos precedieron. Si desaparecen, desaparece también su huella».
Junto a ellos, Andrés guarda otros valiosos recuerdos. Antiguos banderines de fútbol que dan fe de otra de sus pasiones (es fan del Barça), sifones antiguos o eso que llaman en el gremio material efímero ('ephemera'): esto es, papel. Papeles antiguos, que no viejos. Papeles de todo tipo. Facturas, envoltorios, etiquetas, vitolas, entradas de fútbol o de cine, cartelería varia… También estampas religiosas, como esos recordatorios de la Primera Comunión que cuida con mimo, o menús de banquetes de boda. O esquelas mortuorias que responden al mismo principio que reclama para el resto de sus posesiones: que ofrezcan información. La que desvela este calendario de la difunta Caja de Ahorros de Castellón de la Plana que tanta gracia nos hace por su aire camp, que sobrevive en sus manos gracias a su carácter meticuloso y su primorosa organización. Un afán divulgativo que pone al servicio de investigadores y científicos interesados como él por mantener vivo el espíritu de Valencia. «Sin esta colección, una parte de nuestra memoria se hubiera perdido». Y no cualquier memoria: es lo que Andrés llama «la memoria del náufrago», materializada en estas joyas que hablan del tiempo en que Antonio García Peris, suegro de Sorolla y fotógrafo de la alta sociedad, inmortalizaba a las sagas más adineradas de la ciudad (los Janini, por ejemplo), para que luego esas imágenes se perdieran «en cualquier mudanza». «La gente no piensa en la posteridad y no documenta su vida», se lamenta, antes de confiar un secreto: «Valencia es una ciudad que lleva lo efímero a su máximo exponente. Y no le damos valor a los objetos del pasado».
De ese triste destino escapa el material que acompaña sus palabras. Rostros serios, porque la gente de entonces, cuando se fotografiaba no sonreía, al contrario que hoy. Semblantes de otra Valencia, gentes anónimas «pero no por eso menos importantes», como anota Andrés, que integran la parte mollar de su colección, compuesta por un total de medio millón de objetos según calcula más o menos a ojo y que contiene su propia peripecia sentimental. La depositada por ejemplo en su posesión más valiosa, una imagen estereoscópica de Valencia dominada por la estampa del puente de San José, cuya adquisición dispone de su propia historia: «La vi en una tienda de Madrid, que la vendía por 5 euros, pero no la compré, no sé por qué. Y me estuve torturando durante meses, hasta que volví, asustado, porque pensaba que ya se habría vendido pero no: allí estaba. Al mismo precio». O esta otra pieza que nos enseña ahora, cuando le preguntamos sobre qué tesoro guarda con un peso más especial en su corazón y señala hacia un almanaque, porque también posee su particular peripecia: «Estaba en un bazar de la plaza de la Merced y siempre que entraba me quedaba mirándolo, porque es precioso. Pero el dueño pedía mucha pasta y nunca se lo compraba, hasta que la tienda acabó cerrando y por casualidad lo encontré en internet y ya entonces lo compré».
Hoy, ese almanaque duerme feliz en compañía de Andrés. Es uno de tantos bienes que construyen su propia biografía y también la trayectoria de la ciudad donde vive. La visita va concluyendo. Andrés menciona entre elogios a Ángel Martínez y Arturo Cervellera, dos socios de tantas aventuras, autores del libro de 'Valencia, ephemera y publicidad' y de la serie 'La Valencia desaparecida', con ese mismo propósito: preservar el legado que nos confiaron nuestros antepasados «y que sea útil para mí y para los que me rodean». Hablando de quienes le rodean, por cierto. ¿Le llaman friki? Andrés sonríe. «Claro que soy un poco friki, pero friki con sentido, aunque tengo una incapacidad absoluta para desprenderme de alguna de estas cosas». Él se ve más bien como una oenegé ambulante de las imágenes antiguas, un Robinson abandonado en esta playa de donde resucita las piezas que integran su colección también abandonadas. «Soy un incomprendido», vuelve a sonreír. «Hay gente que me admira y gente que dice que estoy como una chota. Y todos tienen razón». Una mirada final a su tesoro sirve de despedida y reconocimiento a esos 40.000 habitantes de su piso, con quienes tiene establecida la clase de relación que todos mantenemos con nuestros propios fantasmas: «Me hacen compañía».
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