Hay edificios que son joyas por la calidad de su arquitectura o por la memoria que atesoran. Los hay que además añaden a esa condición ... una fisonomía muy apropiada para ese objeto. Tienen apariencia de cofre. Un cofre que custodia en efecto una joya o un puñado de ellas, una metáfora muy pertinente para describir la sede del Colegio de Notarios, alojada en la calle Pascual y Genís, corazón de Valencia. Para apreciar en todo su esplendor el edificio, debemos ubicarnos en la acera contraria, desde donde nuestra vista se puede recrear con la enorme belleza del palacio. Pero sería siempre una inspección incompleta, porque nos privaríamos de conocer el hermoso encanto que aguarda en su interior, repleto de tesoros, poco divulgados entre los valencianos. Mil detalles que sólo conocemos gracias al paseo que cada martes, previa inscripción mediante cita previa, organiza el Colegio. O gracias al recorrido guiado que la institución propone para LAS PROVINCIAS, con un cicerone privilegiado: Simeón Ribelles, notario delegado y archivo viviente del Colegio.
Un palacio para la Historia
Fachada del edificio, en la calle Pascual y Genís de Valencia.
D.Torres
Ribelles, un guía de lujo para un edificio de lujo, nos recibe en el atrio de entrada para dirigir el recorrido a través de esa planta baja. Antes, nos regala una breve lección de historia. El edificio, cuenta nuestro cicerone, nace para dar cabida a la cada vez más pródiga actividad de sus antecesores en el oficio, aquel lejano Colegio Notarial que ve la luz prácticamente coincidiendo con la conquista del Antiguo Reino. En 1283 se datan los primeros documentos que dan fe de su condición colegial, que ejerce desde entonces de manera ininterrumpida aunque en diversas sedes: un inmueble en la calle Embajador Vich, un piso en la calle San Gil, otro más tarde en la plaza de San Lorenzo, uno más en la calle Calatrava… Fue habitual que el trabajo colegial se desarrollara incluso en los domicilios particulares de algunos notarios, hasta que en 1877 el Colegio se dota de fondos suficientes para hacerse con un local en la calle Pascual y Genís y encargar la construcción de un edificio de planta baja más dos alturas al arquitecto Joaquín María Belda. Es su actual sede, alumbrada en 1887, diez años después, gracias a una acertada gestión financiera (sobró incluso dinero del primer remanente, nos recuerda Ribelles) y favorecida también porque entonces este emplazamiento carecía del rango que tiene hoy para Valencia. Era una calle insalubre, muy deteriorada. Un barrio sin la grandeza que fue acumulando con el tiempo y que nos maravilla... incluso sin haber paseado jamás por el interior de la sede colegial, siguiente parada de este reportaje.
Un edificio representativo de la función colegial
La elegante escalera que conecta la planta baja con el primer piso.
D. Torres.
Durante el recorrido, Ribelles se extiende en la «arriesgada decisión» de sus predecesores, gente más audaz e intrépida del sambenito que suele merecer esta profesión. Es un discurso que adquiere todo su sentido mientras recorremos las estancias de la planta baja y nos va informando de los mil secretos que guardan, fruto del arrojo con que se planteó su construcción y también las sucesivas reformas, como la firmada en 1916 por Manuel Peris: su actual fisonomía nace de entonces, de la elevación de dos alturas más y de la rica ornamentación su luce su fachada. El edificio ha recibido otras mejoras, como la ejecutada entre 1999 y 2002 por los arquitectos Álvaro Gómez-Ferrer Bayo y Natalia Gómez-Ferrer Lozano, que sirvieron para el mismo fin primordial del proyecto original: dotar a la institución de una sede a la altura del trascendental servicio que presta a la sociedad valenciana, sin perder de vista sus prestigiosas y longevas raíces: es uno de los dos únicos edificios valencianos que sobreviven tal cual se acordó su construcción, como nos apunta nuestro erudito guía. Se trata de un aspecto que Ribelles recalca a cada paso durante la visita. La fusión entre el espíritu propio del Colegio y su sede se puede percibir no sólo en la monumentalidad del edificio, sino también en la dotación de pequeñas (y no tan pequeñas) gemas que se adhieren a la joya principal. Se nota que la edificio del Palacio fue una aspiración «muy deseada» para los notarios de la época, como subraya Ribelles, porque hablamos de la institución civil «más antigua de Valencia». «Más antiguos que el Ayuntamiento y el Consell», enfatiza en un recodo del recorrido.
El Salón de la Reina
Uno de los tapices que adornan la sala principal del edificio.
D. Torres
Hemos llegado hasta la coqueta sala que llaman del Rey, en atención al cuadro de Felipe VI que decorada el frente principal: un espacio concebido como salón de actos para las actividades del Colegio. Una sala que también se llama así como un juego de palabras: por oposición a la sala de la Reina, el espectacular espacio vecino que abre sus puertas a continuación de nuestro paseo, cuando traspasamos una estupenda puerta de noble madera e ingresamos en su apabullante interior. Una de las joyas de la joya principal que es el Palacio. Aquí triunfa la madera pero no sólo ella. Un enorme retrato de Isabel II, atribuido a Madrazo, preside el deslumbrante espacio, de cuyas paredes cuelgan unos ricos tapices donde el artista recreó momentos decisivos para la Historia valenciana: el Compromiso de Caspe, la Batalla del Puig, el sitio de Sagunto, Alfonso X el Sabio dictando las Siete Partidas… Son obras espléndidas, que añaden boato y encanto al conjunto, recorridas en su parte superior por un friso de elegante madera (de nuevo, la madera) donde una serie de figuras aportan a la estancia el estatus que quisieron sus hacedores: quienes paseen por estos metros cuadrados notan el peso de la historia y el peso de la importancia de la actividad notarial fusionados, dos almas prestando servicio a un único cuerpo de enorme belleza arquitectónica. Lo saben bien los opositores, a quienes se examina en esta sala (se supone que intimidados no sólo por la dificultad de la prueba, sino por la magnitud del escenario) o los novios que eligen la sede notarial para sus esponsales. O quienes asisten a los diversos actos que el Colegio celebra en la sala, en uno de cuyos extremos nos aguarda la señorial escalera policromada, rematada con la imagen de dos fieros leones, que conduce al piso superior, destino de la siguiente etapa de nuestro itinerario.
La hermosa galería
Galería que recibe a la entrada al primer piso del palacio.
D. Torres
Prosigue nuestra ruta, que se dispone a escalar hasta el primer piso. Antes de decir adiós al salón principal, saludamos al retrato de Alfonso XIII nacido de la mano del pintor Benedito, decimos hasta pronto a una talla de san Vicente Ferrer que nos vigila desde una hornacina y vamos subiendo mientras escuchamos a Ribelles relatar esa doble historia, la doble alma de la sede de su colegio: la biografía del palacio indisolublemente forjada a la vida propia del notariado. La efigie del santo, por cierto, tiene todo su sentido porque se trata del patrón del Colegio, en comandita con san Luis Beltrán, cuya imagen también nos aparece en varios estadios del paseo. Es un recorrido pródigo de momentos de abrumadora belleza, como los que depara la admirable vidriera que corona esta estancia y tanto nos impresiona. Cuando llegamos al piso superior, antecedido por la aparición de detalles artísticos que apelan a los símbolos de la Eucaristía y la Justicia, ya vamos predispuestos a nuevos asombros, nuevas maravillas. No nos podemos sentir defraudados: estamos ahora sobre la galería que corona la planta baja, otra vez dominada por el recurrente empleo de un brillante maderamen que agrega esplendor a la sala donde se alinean los retratos de los decanos colegiales desde tiempo inmemorial a la actualidad. Vitrinas de estilo finisecular adosadas a las paredes custodiando la pródiga memoria documental del Colegio, junto con otras situadas en el centro de las estancias con el mismo fin (una de ellas alberga por cierto un incunable del célebre Sermonario de san Vicente), congeniando con el espléndido mobiliario de época y precediendo a otro de los instantes cumbre de la visita: el ingreso en su maravillosa biblioteca, escenario de rodajes como la serie dedicada al cardenal Tarancón que protagonizó José Sancho, y dotada de un exquisito aire de club inglés, donde no sería extraño que algún día resucitar aquel Phileas Fogg que imaginó Julio Verne, sentado en uno de sus mullidos butacones antes de emprender su también imaginaria vuelta al mundo.
Un edificio que da fe, también en latín
Sala de juntas, con su voluminosa mesa y sus macizas sillas.
D. Torres
Nuestro propósito es igual de ambicioso que aquel que distinguía a las criaturas de Verne, aunque a una escala más modesta. También atravesamos otro mundo, el mundo notarial, trasunto de la Historia con mayúsculas. Una atributo que brilla con especial intensidad en otra de las estancias principales del palacio, la destinada a las reuniones de su junta. Una enorme mesa gobierna la sala, aunque nos llama más la atención las sillas, de generosa envergadura y exorbitante peso: desplazarlas unos centímetros requiere la ayuda de algún forzudo. Una solidez que de nuevo apunta hacia el corazón del oficio de notario, testigo imperecedero de los cambios del universo mundo sin que se altere lo esencial de su oficio, esa idea clave que se suele expresar en dos palabras: dar fe. O que se encierran también en la divisa que vemos ante nosotros en diferentes rincones de palacio: nihil predius fide. Un latinajo que se traduce como un acertado emblema de la profesión de notario, tan emparentada con la religión: antes que nada, la fe.
Los 18 bultos de San Vicente Ferrer
Ribelles, en la sala donde duermen las figuras que escenifican el bautizo de San Vicente Ferrer.
D. Torres
De fe anduvieron sobrados por cierto los padres fundadores de este palacio que alberga más sorpresas todavía. Su capacidad de fascinación alcanza el culmen cuando cerramos la puerta de la sala de juntas y nos asomamos al interior de una sala donde espera una presencia fantasmal pero muy viva. Son los llamados bultos de san Vicente Ferrer, 18 figuras datadas en 1596 nacidas para escenificar el bautizo del santo. El Colegio las custodia desde un año después y desde entonces, a lo largo de más de 400 años, se ha asegurado de ir enriqueciendo este singular patrimonio, que tanto maravilla a las visitas: son imágenes de acusado realismo, obras en su mayoría del artista imaginero José Esteve Bonet, que en 1788 remodeló los bustos con la excepción de las piezas que representan a dos negritos, el séquito de los altos dignatarios que asisten a la imaginaria ceremonia. No figura por el contario la madre del santo, porque entonces era norma que la parturienta permaneciera convaleciente en cama durante días: sostiene al pequeño Vicente su comadrona, bien pertrechada de amuletos como nos advierte Simón Ribelles, quien llama la atención sobre otros asombrosos detalles. El pelo de las figuras, por ejemplo, que es natural. O el collar que luce el padre de la criatura, decorado con el antiguo escudo del Colegio de Notarios. O, sobre todo, por el aire tan real que desprenden las imágenes, que parecen querer hablarnos y se viste con lujosas ropas, incluida la interior: todos los detalles están muy bien cuidados, sobre todo desde que el Colegio decidió renunciar a la exhibición de las piezas fuera de su sede. Los desperfectos con que volvían de las expediciones a la iglesia de San Esteban, destino habitual de su exposición en público, aconsejaron esta medida de seguridad que los interesados (el niño san Vicente y compañía) parecen agradecer pese a la seriedad del semblante que les distingue.
El peso del pasado
Retratos de los notarios que han presidido el Colegio a lo largo de su historia.
D. Torres
Nuestra visita va concluyendo, mientras nos despedimos de todas esas figuras a quienes, desde luego, se les ve muy cómodas, a gusto en este palacio donde tienen su hogar. Es también (casi) el hogar de Ribelles y de la larga veintena de trabajadores que se distribuyen por las plantas superiores, destinadas a servicios administrativos y a funciones tan poco conocidas como algunas que conocemos durante la visita que ya concluye. Con carácter altruista, los notarios más veteranos ejercen en esas salas como preparadores de opositores. Y también de manera gratuita, previa cita, un grupo de notarios jubilados atienden las dudas que les trasladen quienes se agobian con una herencia endiablada o tantos gestos administrativos que nos acompañan a los profanos en la materia. Ribelles nos hecho reír con su fina ironía («Los notarios siempre iban con el bando perdedor en cada momento histórico», bromeaba durante el paseo) y nos ha maravillado con su arsenal de conocimientos. También ha sabido impregnar sus palabras de una sutil emoción, la propia de que profesa profunda devoción por su oficio. Son las cualidades que encarnan la personalidad del edificio que aloja a los notarios valencianos, enmarcado además por un tesoro intangible que triunfa entre estos muros y lo hace para bien: el peso de la historia. Una historia «invisible pero que impresiona», en acertadas palabras de Ribelles. El sello diferencial de un palacio que es más que eso. Una joya llena de joyas, emplazado en esa otra joya que es el corazón de Valencia.
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