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Cómo se embellece un premio Pritzker. La respuesta a esta pregunta se erige estos días ante quienes crucen ante el hermoso Veles e Vents, el ... edificio convertido en icono no sólo de la alta arquitectura, sino en referencia del skyline valenciano. «Desde donde mejor se aprecia es desde la otra orilla del canal y sobre todo desde el mar», explica Javier de Andrés, gerente del grupo La Sucursal, el negocio de hostelería que regenta desde una sede envidiable: la única pieza que dejó entre nosotros David Chipperfield, el prestigioso arquitecto británico de 70 años de edad, galardonado el año pasado con esa distinción, equivalente al premio Nobel de arquitectura. Su obra, que merece todos los elogios de la crítica especializada y cuenta también con un creciente cariño ciudadano, estuvo demasiado tiempo sepultada entre el olvido de la conciencia colectiva, porque se asociaba al estigma que en ciertas capas de la sociedad emborrona el recuerdo de la Copa América, el evento que detonó su construcción. Hoy, por el contrario, es difícil entender el entorno donde se alza sin tener en cuenta su magnética presencia, que da sentido al entorno y engalana el paisaje… a costa de los lógicos achaques de la edad. Dieciocho años después de su nacimiento, se somete a una rehabilitación en profundidad a punto de culminar. La pregunta de cómo se embellece un Pritzker casi se puede contestar ya: con máximo respeto hacia su autor, pasión por los detalles y un ambicioso presupuesto.
Es la pregunta que contesta De Andrés sentado en la primera planta del edificio, donde se ubica su restaurante La Marítima, especializado en arroces y pescados. En el piso superior, Malabar, el local dedicado a la oferta carnívora, ultima su reapertura, prevista para el 1 de mayo. Y sobrevolando todo el conjunto, La Sucursal: el negocio de alta gastronomía cuyas terrazas, como las del resto del edificio, se someten también a una cirugía profunda, consistente en el barnizado de sus ricas maderas. Aún más completa es la intervención en el resto del local, que se rige según los códigos que dejó puestos por escrito Chipperfield. El color de la fachada, por ejemplo, debe ser blanco, pero no cualquier clase de blanco sino el detallado en la carta de edificación: color blanco Ral 9.016, como explica Emilio Morella, jefe del equipo Más que Ingenieros, responsable de la obra. Morella ha acudido a Veles e Vents por casualidad, durante una visita con sus compañeros, y suma sus aportaciones al mensaje que lanza De Andrés. Este proyecto, coinciden ambos, no es sólo un tratado de chapa y pintura sino algo más: la reactualización del edificio para que supere las contingencias del paso del tiempo y su enclave en un punto donde los vientos, la salinidad del cercano mar y la persistente humedad conspiran para que merezca una reforma integral.
De Andrés recuerda que cuando su grupo se hizo cargo del edificio (una concesión municipal sobre suelo propiedad de la Autoridad Portuaria) allá en el año 2016, Veles e Vents llevaba vacío casi una década. La falta de uso deterioró la calidad constructiva y exigió que pasara por el quirófano. Fue una intervención menor comparada con la que ahora se ejecuta, que obedece a su entronización como un edificio «cada año con más peso y más importancia para Valencia», subraya De Andrés. Su pretensión de devolver una nueva vida al edificio congenia con un proyecto que garantiza el máximo respeto a la obra original, como apunta también Morella y se nota en la evolución de la partida asignada: de unos 200.000 euros, al casi medio millón al que se ha disparado por la confluencia del encarecimiento de materias primas, la guerra de Ucrania y otros conflictos recientes que los responsables de la rehabilitación aceptan como contratiempos que permitirán un acabado superior en sus trabajos. Es una exigencia (ser fieles al espíritu con que Chipperfield levantó su criatura) que se nota en otros detalles, como la adecuación del grosor exacto de la pintura con que se reviste su piel al mandato del arquitecto, que elevaron también el presupuesto y que De Andrés resume en esta frase: «Es un tratamiento completo que no se limita a pintar«.
Por ejemplo, los trabajos han eliminado de la fachada amplias capas de óxido invisibles hasta las catas, se han replicado de manera insistente en el laboratorio las distintas intervenciones ejecutadas luego en su superficie y se ha acometido un lijado previo para extraer la piel, que luego se ha sometido a un tratamiento con una masilla especial para igualar los agujeros. Especial y cara: algunos materiales tuvieron que ser traídos desde Alemania, para ser respetuosos con las indicaciones de Chipperfield y dotar de homogeneidad al conjunto. Fue preciso además volver a soldar «algunas placas de hierro que se empezaban a separar», como señala De Andrés, «y eliminar los restos de salinidad con un intensivo chorreo de agua a presión». Más tarde fue el turno de otro momento delicado: la imprimación y la pintura «con rodillo, para evitar que se hiciera a pistola», añade. «Es más caro pero también más delicado». Una tarea que activó un proceso muy complejo que Morella resume de manera muy significativa: «La selección de los materiales ha sido más difícil que la ejecución del trabajo». «No fue sencillo tampoco encontrar empresas que aseguraran experiencia y solvencia técnica para la fase de pintura según la clase de exigencias del código de edificación», agrega De Andrés.
Todos estos mimos, por cierto, se procuraron sin que el edificio tuviera que cerrar. La Sucursal siguió exprimiendo sus fogones y atendiendo a su clientela mientras a su alrededor menudeaban las grúas y los aparejos de los trabajadores que ahora empiezan a entonar la retirada. Algo hay de nostalgia en las palabras con que Morella se despide de este edificio que ha tratado, según una feliz expresión, como si fuera un buque. Un navío encallado en La Marina de donde, mientras su equipo se encargaba de la reforma, no dejaba de entrar y salir la parroquia de La Sucursal, bajo el propósito de que la rehabilitación en curso diera al menos un lustro, una década tal vez, de respiro a sus gestores. Sobre ese horizonte temporal se proyectan las aspiraciones de De Andrés y su equipo, al que se incorporó su hermano Jorge durante un proceso inaugurado hace medio año largo que ya enfila la bocana del puerto: es una metáfora apropiada porque el tratamiento para embellecer sus fachadas se parece al que exigen las plataformas petrolíferas que allá por las costas del Norte, igual que este Veles e Vents acostado a la orilla del Mediterráneo, sufren con las diabluras del mar.
Un esfuerzo conjunto inaugurado en octubre que explica el ceniciento pelo de Javier de Andrés («Cada metro de fachada es una cana más que tengo», bromea) pero que se justifica porque la satisfacción prende entre todo el equipo encargado de embellecer el legado de Chipperfield. Por cierto: si el arquitecto londinense se acerca mañana a comerse una paella al pie de su edificio, ¿qué le parecería esta rehabilitación? Y De Andrés sonríe: «Yo creo que estaría muy orgulloso de este proyecto». «Pienso que estaría feliz de ver Veles e Vents vivo y cuidado, como un emblema de La Marina, que cada día aporta más belleza al entorno».
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