![Visitantes en las entrañas del Gulliver, este sábado dentro del festival Open House](https://s3.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2023/10/21/JS082738-RJjoniUQ2OX5rDatQ347fPI-1200x840@Las%20Provincias.jpg)
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Érase un brazo cuyo techo interior nos roza la cabeza. Érase un gigante que se convierte en un muñeco diminuto. Érase un Gulliver transformado en un liliputiense más. Érase ese reino de fantasía que anida desde hace 33 años en el jardín del Turia, que ... este sábado convocaba como suele a una multitud de familias, para dicha de grandes (también, también) y pequeños (los más felices). Érase una visita insólita a la atracción que triunfa en el cauce del viejo río, unas imágenes y una sensaciones al alcance de unos privilegiados: los participantes en el festival arquitectónico Open House que durante este fin de semana permite recorrer las entrañas de iconos de Valencia, de la mano de inmejorables guías: en este caso, el papá de la criatura. El arquitecto Rafael Rivera.
Mejor dicho, uno de sus padres. Porque la paternidad del Gulliver es una y trina, como explicó el propio Rivera al comienzo del paseo, mientras guiaba a la comitiva por el exterior del muñeco y recordaba la aportación del maestro fallero Manolo Martín y el ilustrador Sento. Faltaban unos minutos para que el arquitecto hiciera magia, una fantástica magia, para la que ninguno de los miembros de su auditorio estaba preparado: para que anidara en nosotros esa emoción que debieron sentir los personajes de la fábula de Julio Verne cuando descendieron al corazón de la Tierra, muy parecida a la que nos dominaba a quienes dimos un rodeo al Gulliver y por una misteriosa puerta que pasa a menudo desapercibida ingresamos en su interior. Un deslumbramiento. Un mundo de fantasía adherido al que se vivía a medida que descendíamos sobre nuestras cabezas, donde se oía el crepitar de los juegos infantiles, el bullicio que habíamos dejado sobre la superficie. Un eco lejano.
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Era un efecto misterioso. Muy grato: de la mano de Rivera, fuimos paseando por las distintas partes del cuerpo del gigante, una especie de lección de anatomía bajo tierra. «Estamos ahora mismo en el tórax», nos informó el padre de Gulliver. Una sentencia enigmática, casi de índole surrealista, porque fusionaba realidad y sueño pero que tenía además la ventaja de ser verdad. El pecho de la criatura nacida de la envidiable imaginación del escritor Jonathan Swift opera en sus entrañas como una suerte de núcleo irradiador, un corazón donde nos agrupamos por turnos (en grupos de 15 personas) los asistentes al recorrido. Sobre nuestras cabezas, unas densas capas de hormigón granulado añadían una fantasmagoría como de cueva troglodita al paseo: el material con que Rivera edificó su sueño, cuyo detonante se activó allá en los años 80.
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Es un itinerario laberíntico, tortuoso, como lo fue el proceso de construcción del gigante que nos acababa de relatar Rivera, a quien su comitiva siguió por los entresijos subterráneos como si fuera nuestro particular Moisés. De repente, regala otra frase desconcertante: «Esto es el codo». Lo dice cuando hemos abandonado el tórax, esa plaza mayor bajo la cota cero, para recorrer las tres extremidades que visitamos a continuación: un brazo, al que en efecto pertenece ese codo que señalaba el arquitecto, y dos piernas, el momento más emocionante del recorrido. Por una de ellas, la derecha, vamos avanzando a través de un sendero que se convierte hacia el final, a la altura del pie, en un desfiladero cegado. Los más intrépidos se animan a tocar por dentro de la atracción la punta de la bota de Gulliver y vuelven para contarlo entre risas, todos agachadísimos porque en ese punto el recorrido se transforma en una especie de embudo. La pierna izquierda desata una emoción semejante.
Por el rabillo del ojo, testigo de nuestras risas, Rivera va observando las condiciones de mantenimiento de su creación. Parece satisfecho. «Esto me sirve para saber cómo están las sujeciones», señala. «Y para los 33 años que tiene de vida, yo creo que está muy bien», añade. Y apunta entonces hacia una esquina: «Allí está la pantorrilla». Son expresiones muy graciosas, porque las pronuncia con extrema seriedad y naturalidad y porque dibujan una ruta curiosísima a través del cuerpo humano, un cuerpo de mentirijillas muy real, auténtico. «Ojo con la pierna», por ejemplo, es otra frase que dispara alguna carcajada. O esa otra de «esto de aquí son las costillas», que ilumina también los semblantes de la concurrencia, miembros de la cofradía de repente tan infantil como ésta que habita en la superficie cuyo eco nos continúa acompañando. Ellos, los niños de verdad, arriba; nosotros, niños de nuevo por un día, abajo. Difícil saber quiénes se lo están pasando mejor.
La visita va concluyendo. Debemos ceder el paso a quienes aguardan ante la puerta, tan emboscada entre los recovecos del gigante que nadie repara en ella. Rivera nos despide mientras nos aconseja que concluyamos el recorrido trepando por la escalera exterior, que en realidad son dos escaleras: concéntricas, evitando que quienes se cruzan por ellas coincidan en algún rellano o en sus peldaños. Es uno de tantos ingenios que esconde su muñeco, por quien parece sentir un cariño paterno-filial muy comprensible. Y exhibe también otra razonable ración de orgullo, porque pocas personas habrán hecho tan felices como él a tantos valencianos, los que fueron niños y quienes lo son ahora. Y de paso, tan dichosos a sus padres, como le participa una compañera de expedición. Es un orgullo profesional pero también cívico, porque en su currículum puede lucir ese entorchado: benemérito contribuyente a forjar lo mejor de la Valencia contemporánea. Y otro orgullo adicional, tal vez el que más ilusión le hace. El orgullo de abuelo. «Cuando vengo con mis nietos a que jueguen», nos confía, «me dicen: »¿Abuelo, sabrán todos estos niños que el Gulliver lo has hecho tú?«.
Sonrisa final. Nos marchamos maravillados, de nuevo con la sensación de plenitud que suponemos que compartirían con nosotros aquellos personajes de Verne. A la salida, nos golpea la luz, la hermosa luz blanca de Valencia. Brilla el sol de otoño de media tarde mientras seguimos admirados por esa mezcla de sensaciones. En el interior del gigante, éramos enanos diminutos y nuestro anfitrión, esa criatura de ficción y de poliéster, también parecía a ratos un liliputiense, tan vulnerable como entrañable. «Es todo un juego de escalas», concluye Rafael Rivera. Un juego que vale como símbolo del impacto que este gigantón genera sobre sus huéspedes. Una metáfora que podemos aplicar a otros órdenes de la vida. Y una brillante lección de arquitectura.
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