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Media tarde de un viernes cualquiera en la calle Bachiller. Un bullicio de familiares aguarda ante el acceso al Colegio Alemán la salida de los ... pequeños de la casa, entre un revuelo de profesoras que organizan el bullicio propio del fin de la semana escolar o instruyen a los más mayores en los campos deportivos aledaños. Las enigmáticas torres del Pasaje Luz vigilan desde lo alto para que fluya el tráfico entre quienes van a recoger a la prole y los críos, que tienen sus propias intenciones: prefieren quedarse a jugar un rato en el patio. Se saludan padres y madres entre sí, comentan los deberes que esperan durante el fin de semana y quedan para tomar el aperitivo al día siguiente, si las extraescolares lo permiten. Es una escena habitual, que antaño era más propia del acceso por Jaime Roig, donde se ubica la puerta principal. Desde que el centro acometió la ampliación en su parte posterior, con la construcción de un nuevo edificio que (como el original) apunta hacia la alta arquitectura, este tipo de escenas se registran ante el hermoso cubo construido por el estudio valenciano Orts-Trullenque.
Se trata del equipo de arquitectos que consiguieron ese más difícil todavía consistente en situar a su criatura, nacida allá por el año 2015, a la altura del edificio original. Fue un desafío homérico del que salieron bien airosos. Su obra habla ahora de tú a tú con ese icono del barrio que habla tanto de la excelencia del trabajo educativo como de la belleza de la arquitectura cuando se convierte en tótem de todo un barrio. El Colegio, alumbrado a mediados del siglo pasado, ejerce desde entonces esa doble función: símbolo arquitectónico pero, sobre todo, motor educativo de Valencia, cristalizando el sueño de sus promotores: nada menos que la República Federal Alemana.
El Colegio se levantó entre 1958 y 1960 en una manzana entonces aislada del resto de la ciudad, como atestiguan las antiguas fotos donde se ve el edificio emplazado en una zona de huertas, apenas urbanizada. Obra de Julio Trullenque, Pablo Navarro, Peter Müller y Dieter Weiser, nació para dar respuesta a las inquietudes de la nueva burguesía de aquel tiempo, que reclamaba una educación de calidad para sus descendientes: un modelo de enseñanza que además garantizara el idilio histórico que la ciudad mantiene con la cultura germana, abonado entre otros factores por la estrecha vinculación entre los negocios naranjeros con el país de Goethe. Esa germanofilia que todavía se percibe en muchas familias del Gotha valenciano explica el formidable éxito que alcanzó el Colegio Alemán nada más ver la luz y también justifica estas escenas de cada tarde, cuando a los apellidos históricos (los Hartmann, Tarrach, Buch, Fromm, Pfingsten y Götz, como cuenta Irene Benet, autora de 'Arquitectura Moderna en los colegios alemanes de España y Portugal') se suman los de quienes se enamoraron no sólo del programa educativo del centro, sino de su hermosa silueta y su privilegiado enclave: seis mil metros cuadrados en la orilla norte del Turia, donde sigue arrojando su magnífica luz.
Es lo que ocurre cuando un edificio se convierte en faro.
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