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Las imágenes en blanco y negro del Palacio Pescara, el majestuoso caserón del tramo final de la calle Pintor Sorolla, relatan la decadencia que ... atravesaban esta clase de edificios en los años 80. Son fotos que todo valenciano que alguna cana peine recordará, porque hablan de un órgano muy sensible de la ciudad, lindante con su corazón: el retrato de una Valencia decaída, que necesitaba una inyección de cariño. Y también de dinero, claro. De las viejas pesetas. Y por supuesto de talento: sólo la combinación de esos tres atributos ayuda a entender la transformación operada en el venerable edificio. Antaño, una ruina; hoy, un hermoso espacio desde que la cirugía de Rafael Moneo, firma cumbre de la arquitectura española, operase ese milagro en un proyecto firmado junto con Ramón Bescós. Sede de Bankinter, sus puertas se abren esta esplendorosa mañana de mayo para que LAS PROVINCIAS conozca su interior y sus lectores puedan admirarse de la ejemplar reforma que convirtió aquel palacio en un banco.
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El edificio se ubica en el número 24 de Pintor Sorolla y dispone de una fecunda historia. Casi se puede leer como una novela. Es una obra debida a Peregrín Mustieles Cano, un maestro de obras nacido en 1846 que firmó el proyecto desde esa condición académica porque entonces no existía la carrera de Arquitectura como tal y que dejó en su criatura la impronta de su estilo. María Sarió Escriva, que elaboró un trabajo para Bankinter basado en la fisonomía de su sede, explica que Mustieles, autor de proyectos semejantes repartidos por toda la ciudad, se decantaba por un lenguaje ecléctico, muy visible en el Palacio Pescara: riqueza decorativa que apela a distintos léxicos, apabullante dominio de los recursos escenográficos (véase la espléndida escalera que vertebra el palacete) y, en fin, una mezcla que Sarió describe como «divertida y sensual», entre otros adjetivos. Pasear sus entrañas encierra desde luego una experiencia para los sentidos desde el enorme portón de entrada, con sus apabullantes hojas de mobila, con dimensiones apropiadas para que entrasen los carruajes que eran propios del momento de su construcción: finales del siglo XIX. Un encargo de una adinerada valenciana, Ángeles Grau Tamarit, viuda de Jacinto Gil de Avalle. La familia había hecho fortuna en las Américas, un detalle que justifica la apariencia del caserón: se trata de un inmueble al estilo de la arquitectura indiana, esa estirpe de palacetes que se construían en su tierra natal quienes volvían del continente hermano con el dinero suficiente para permitirse tales excentricidades. Un palacio gemelo por cierto del Casino de Benicalap, edificio con el que comparte elevadas analogías.
La reinvención del Palacio como sede bancaria se ejecutó en los años 80. Hacia 1979, Moneo, arquitecto casi oficial de Bankinter desde que levantó su hermoso edificio institucional en el Paseo de la Castellana, se ocupó de dotar de sentido a todo el programa de servicios propio de una entidad financiera. La planta baja, que será dentro de un tiempo objeto de una rehabilitación futura para dotar de un estatus superior a su fisonomía, representa desde aquella rehabilitación el ideal al que aspira todo banco: la sensación de seguridad y confianza que emana de sus muros y de sus elementos decorativos debe mucho a señorial escalera que aguarda a mano derecha. Una pieza de artesanía que, como ocurre en otros inmuebles semejantes, habla del sobresaliente ejercicio en su oficio de los distintos gremios que contribuyeron al feliz nacimiento del palacio original. Al fondo, un pasillo conduce a través de un atrio adicional hacia el edificio hermano, una criatura donde se desarrolla la atención al público, alzada donde antes se alojaba el jardín que dotaba de un encanto superior al palacete. Con fachada a tres calles, el Pescara es un inmueble exento, atributo que aporta un toque de monumentalidad a su ejecución y que se ha respetado con el paso del tiempo. La venerable escalera, que remite a la fecha de su construcción, contribuye a dotar de encanto al conjunto con su hermoso maderamen: una invitación a pasear no sólo por el edificio, sino también por la historia.
La cincuentena larga de empleados de Bankinter que tienen aquí su puesto de trabajo observan las idas y venidas de LAS PROVINCIAS sin inmutarse. Alguno confiesa que disponer de esta sede como centro de operaciones laborales representa un lujo y no le falta razón. No sólo por el carácter modélico del palacete sino porque se ubica en el corazón de Valencia (y ahí está esa ventana abierta por donde asoma el arbolado del Parterre) y porque todo el conjunto está sometido a una ejemplar lógica de gusto por los detalles y por la artesanía más primorosa: son atributos que se observan en las delicadas ventanas menorquinas, en la carpintería metálica que recorre la galería vidriada que se asoma al otro edificio más moderno (y que se refleja en su cristalería/espejo) y también en el maravilloso (no hay adjetivo mejor para definirlo) estucado que atraviesa paredes y techos. «Moneo siempre dice que es el mejor estuco que ha visto en su vida», nos explican durante la visita. Y habrá que darle la razón al maestro navarro, porque ese formidable trabajo artesanal depara una experiencia fronteriza con el trampantojo. Mármoles que parecen serlo pero no lo son y mil guiños ornamentales que cruzan los pasillos, escoltan a la escalera que trepa hasta la primera trampa y discurren por otra hermana pequeña que lleva hasta los pisos superiores: filigranas decorativas que incluyen alguna sorpresa. En el acceso a la primera planta, el itinerario se detiene en la entreplanta, donde se desvelan un par de secretos: en un extremo, se esconde un despacho cuyo techo de madera parece salido de alguna mansión en la campiña inglesa y que servía de residencia al contable encargado de administrar la economía de sus patronos; unos peldaños más arriba, otro espacio oculta la antigua capilla de los nobles que habitaron el Palacio durante el siglo pasado y confirma la idea según la cual todo palacio que algo tiene de teatro.
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Siguiente planta. Prosigue el recorrido a través de otra amplia gama de misterios: por ejemplo, la diminuta escalera de caracol que se camufla en un lateral para conducirnos hasta el primer piso, un prodigio metálico de enorme encanto. En estas estancias, reservadas al trabajo bancario como las del tercer piso, sigue presente ese detalle en la decoración de los techos que no deja de asombrarnos: son todos distintos. Alegorías, paisajes, fauna y flora de la época retratadas por el buen ojo de los anónimos artistas que hicieron posible esta maravilla y que garantizaron para hoy y para el día de mañana otros artesanos que también desfilaron por aquí en tiempos más recientes: el equipo que hace un par de años se contrató para rehabilitar sus paredes, deterioradas por el paso de los años transcurridos desde la rehabilitación de Moneo y Bescós. Un equipo formado por profesionales que algo tienen de mercenarios: atienden encargos por medio mundo porque su pericia en esta disciplina no es una habilidad demasiado compartida. Expertos en el arte de devolver la vida a los estucos originales, merecen aún los elogios de quienes ahora trabajan en el edificio y de quienes los visitamos, con la boca abierta por cierto.
La mano de Moneo se nota en cada paso por el Palacio pero resulta aún más acusada en la segunda planta. La planta noble, porque aquí se agrupan los principales despachos, estancias para reuniones o conferencias, atención de banca privada… El hechizo continúa. Esa sensación de que cada sala es diferente, fruto de que ningún techo es igual al anterior, dota de un aire onírico al paseo, como si las visitas irrumpieran en el sueño de sus creadores y les pudieran desvelar. Es también la planta donde hace un par de años Moneo volvió sobre sus pasos, para resucitar con este renovado espíritu aquel encargo más de treinta años después. De esos espectaculares techos cuelgan apabullantes lámparas, en formato araña alguna de ellas, muy ricas en vidrios que parecen precipitarse en forma de lágrima y que añaden un toque singular al conjunto: en ellas, como en otros elementos, late la referencia al pasado que convive con el presente de manera natural y armoniosa. Nada chirría. Una colosal claraboya que derrama su luz sobre el hueco de la escalera garantiza además la iluminación de las estancias aledañas: espacios diáfanos que configuran un recorrido placentero, pespunteado por el mobiliario de época que franquea el paso de una sala a otra y por las coquetas ventanas que respetan el diseño original y tanto alababa Moneo cuando ejecutó su intervención. «Se acordaba del nombre del carpintero que las reformó en la primera rehabilitación», señalan nuestros cicerones.
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Esos elogios de Moneo son comprensibles. La maestría en la ebanistería propia de otro tiempo nos va fascinando también a nosotros durante nuestro paseo, que ya concluye. Nos saluda el espectacular rosetón que remata la galería acristalada que daba al extinto jardín y nos acompaña de nuevo el texto de María Sarió, uno de cuyos renglones avisa de que el Palacio Pescara, que sufrió incluso un incendio y un sinfín de contratiempos hasta que Bankinter lo hizo suyo, acredita las virtudes propias del eclecticismo, a saber: lo único, lo inusual. La mezcla como garantía de belleza. Le damos la razón mientras nos despedimos y decimos también adiós al letrero que en el zaguán recuerda que la riada del 57 trepó hasta una altura inconcebible. Pero el Palacio resistió. Y los Pescara, sus antiguos dueños, unos aristócratas descendientes de la familia que encargó construir su hogar, podrán respirar tranquilos desde la eternidad: gracias a la conspiración de sus actuales ocupantes con profesionales de gran prestigio su criatura luce una espléndida madurez y confirma lo que se sospechaba desde fuera. Que la gran arquitectura sabe trascender a su tiempo.
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