PIEDRAS QUE HABLAN
PIEDRAS QUE HABLAN
El paseante que cruce por el barrio de La Xerea curioseando ante las bellezas con que la mejor arquitectura jalona su caminata deberá siempre admirarse ... del espectacular palacete alojado en la esquina entre las calles Gobernador Viejo y Conde de Montornés, con acceso por esta última. Es una edificación imponente, majestuosa, con un rasgo muy singular que la diferencia de otras hermanas: sus puertas. Sus magníficas puertas, de espectacular altura. «Llegan hasta el segundo piso», explica Ricardo Folgado, miembro de la junta del Colegio de Farmacéuticos que tiene su sede en esta maravillosa pieza arquitectónica. Folgado se ha ofrecido como improvisado guía para una visita por las entrañas del inmueble, que por cierto se puede recorrer mediante una cita concertada. Es una recomendable experiencia: transitar por sus estancias tiene algo de viaje al pasado, a la Valencia en que esta clase de palacetes convirtió los rincones de Ciutat Vella en una suerte de museo de arquitectura al aire libre. Y la visita garantiza también otro valioso tesoro: repasar la Historia de la Comunitat, firmemente enraizada con la propia historia del Colegio.
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Un Colegio que, en realidad, no se llama así. O no se llama sólo así. Unas siglas que saludan al visitante desde la entrada y luego menudearán durante el recorrido invitan a despejar ese enigma: Micof. ¿Qué significa Micof? Folgado aclara la duda: «Muy Ilustre Colegio Oficial de Farmacéuticos». Y pone el acento sobre esa condición de muy ilustre, insólita en las entidades colegiales de otros gremios, porque apela a su profundo arraigo en el corazón valenciano: se trata de un título que tiene que ver con su condición de colegio gremial más antiguo del mundo. Sí, del mundo: desde 1329, nada menos. Una institución medieval que ha llegado hasta nuestros días rebosante de buena salud: en sus dos sedes (además de la institucional alojada en el corazón de Valencia que ahora visitamos, dispone de otro edificio en Paterna) trabajan unas 80 personas. De ellas, por cierto, nueve son periodistas. Una plantilla que se ocupa de atender a los 4.350 colegiados mediante la administración de un medicamento que opera el efecto placebo: la mezcla de férrea adaptación al presente con una encomiable devoción por sus raíces. Un fármaco compuesto, prescrito en generosas dosis que también se receta a quienes visitamos el edificio por primera vez: es muy útil para ayudarnos a entender la majestuosidad de las estancias por donde vamos a caminar, un poco con la boca abierta.
El asombro que procura la magnificencia del edificio nos acompaña desde su acceso e irá en aumento a medida que coronemos su última planta, la planta noble, donde antaño se alojó la familia propietaria y hoy reserva sus salas para los despachos del presidente, secretariado… En realidad, no es la última planta: sobre nuestras cabezas se aloja un piso más, que en origen se destinaba a las habitaciones del servicio de los dueños del palacete y hoy acoge dependencias administrativas. Sobre nuestras cabezas brilla una hermosa luminaria de cristal, uno de tantos detalles que la rehabilitación del edificio preservó para mantener la fidelidad al original: es la misma luminaria que vierte su luz sobre el vestíbulo, donde Folgado nos ha recibido para guiarnos por un itinerario que respetará su pasión por la Historia con el rico anecdotario propio de un inmueble que presume de una biografía tan rica como intensa.
Folgado nos enseña desde la fachada algunos detalles donde habita el estilo del autor del palacete (el célebre Peregrín Mustieles), un arquitecto con propensión al empleo de elementos decorativos en sus criaturas, como se observa por ejemplo en el recursos a las arquivoltas para ornamentar las ventanas: se trata de un gesto muy repetido en otras de sus creaciones, como las cercanas fincas de la calle de la Paz, que remata con ese simpático guiño llamado lambrequín (de forja, en el caso de la sede del Micof) para que la luz valenciana penetre en el interior de manera más sutil. El genio de Mustieles se manifiesta en otros atributos que saludan al visitante desde el mismo zaguán, enorme, tan enorme con esas puertas de mobila que tanto llaman la atención desde la calle: por ejemplo, en la riqueza de los artesonados que brillan en los techos de cada estancia, otros de los elementos que la reforma del palacete mantuvo para felicidad de sus actuales ocupantes, quienes se confiesan dichosos de que su jornada laboral habite entre esas filigranas que se observan también en las espléndidas vidrieras emplomadas, las pinturas murales que jalonan los muros, los coquetos suelos de cerámica… Con una singularidad: cada estancia tiene su propio pavimento, igual que el techo está decorado con imágenes distintas.
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Es un detalle que salta a la vista desde la misma entrada. Folgado nos acompaña a una espaciosa estancia que ejerce hoy como salón de actos, antaño las caballerizas: se trata de un detalle relevante, porque sirve para entender la magnificencia del acceso por la calle Conde de Montornés, el apropiado para el ingreso de carruajes y monturas según era norma en la fecha en que se levantó el edificio. Era el año 1896. Recién llegado de Cuba, aquel enriquecido comerciante llamado Fernando Ibáñez Payés decidió levantar su hogar en esta esquina de Valencia, aprovechando que, en efecto, dinero no le faltaba. Su familia había hecho fortuna con un ingenio azucarero, que nuestro hombre repatrió a España en un momento clave: apenas unos años antes del desastre de Cuba. Ibáñez Payés acreditaba su esmerado olfato para anticiparse a los acontecimientos, uno de los atributos que distinguieron su identidad: gracias a él supo hacerse con la propiedad de uno de los últimos palacetes construidos durante la Reinassença. Otra de sus virtudes contribuye a justificar que su palacio haya llegado hasta nuestros días: aunque se metió en política, alcanzó un notable respeto entre las distintas ideologías que cruzó en vida y así su domicilio se salvó de las contingencias de la historia. Se mantuvo en pie durante la II República y también durante la Guerra Civil y ha llegado incólume hasta nuestros días.
Esa rareza dota de un elemento mágico el recorrido por el palacete, que convoca también los elementos propios del oficio de farmacia. Un alambique bien bruñido nos saluda al pie de la escalera que se distribuye desde el imponente zaguán, uno de tantos guiños al mundo de los boticarios, como le gusta definirse a sí mismo a Folgado. A nuestro alrededor se organizan las dependencias del colegio aprovechando otro rasgo genial del arquitecto Mustieles y de su cliente Ibáñez Payés: rodean la entrada las salas destinadas en origen a los guardeses de la finca y se diseminan también sobre nosotros, en el piso destinado a entresuelo. Es otra rareza, porque en Valencia según explica Folgado era extraño disponer de esa planta, que aquí tenía mucho sentido: un sentido comercial, porque el dueño del palacio aprovechó para arrendar esos espacios como oficinas para los profesionales de su tiempo y así se explica que sus primos Adolfo y Virgilio (luego fundadores del Ateneo) instalaran sus despachos. Y así se explica también que incluso Vicente Blasco Ibáñez dispusiera en este palacio, en la cima de su popularidad como escritor y político, de una oficina para administrar sus bienes.
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Hoy, aquellas estancias sirven para el mismo fin, oficinas y dependencias administrativas, en este caso del Colegio. Del Micof, perdón: ese detalle que apela a su prestigio es también una invitación a pasear por su historia siguiendo el itinerario que traza Folgado, quien resalta otro año clave para entender la biografía de la entidad. En 1441, poco más de un siglo después de que se documentara su fundación mediante un privilegio de Alfonso IV de Aragón, el Colegio recibe de manos de la reina María (la virreina, cuyo retrato precede el ingreso en la planta noble rematando el acceso por una maravillosa escalera de mármol) otro sello diferencia que atestigua su aristocrático origen: el Privilegio Fundacional. Era un tiempo de trepidante dinamismo para los farmacéuticos valencianos, como avala un dato que proporciona Folgado: había una farmacia por cada 4.400 habitantes, una ratio que ahora es menor (en torno a 2.800) pero que es superior a lo habitual, todavía hoy, entre países europeos. Un bullicioso gremio que merecía una atención superior y, desde luego, una sede a la altura de sus expectativas y su importancia social.
De esa reflexión colectiva nació la conveniencia de dotarse de sede. Un propósito materializado cuando se instala en el antiguo convento de Santa María Magdalena, el derruido edificio durante la desamortización de Mendizábal, enclavado donde luego se levantó el Mercado Central. Una demolición que obligó a los farmacéuticos del siglo XIX a buscar nueva sede, según un peregrinaje que les llevó por distintos emplazamientos por los alrededores de donde hoy tienen su hogar: este palacio que adquirió el Micof en los años 60 del siglo pasado, rehabilitó con elogiable mimo y hoy muestra sus encantos según la lógica con que Mustieles lo ideó: distinguir con un toque aristocrático la vivienda de una familia burguesa que, siendo muy adinerada, carecía del estatus de nobleza. Esa pretensión se materializa en los innumerables detalles decorativos que aún resisten y en la lógica que desprende el itinerario interior: de una sala se pasa a otra, prescindiendo del pasillo como elemento circular, y así vamos pasando ahora desde la habitación del señor de la casa hacia la de su mujer, vestidor mediante, hasta acabar desembocando en el ombligo de su hogar. El salón comedor, presidido por una maravillosa chimenea de madera y una preciosa escribanía de madera sobre un maravilloso suelo de damero, que antecede a las estancias donde se escondían la cocina y la despensa. En el techo, unos amorcillos vigilan, parientes cercanos de otros que han fisgado nuestro paseo en las habitaciones aledañas.
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El paseo ha terminado. Descendemos con nuestro cicerone hasta la planta inferior mientras seguimos atendiendo sus explicaciones sobre la rica historia del edificio y del Micof. Nos hemos maravillado con él fisgando entre las vitrinas donde se conservan los útiles de farmacia de antaño (frascos, balanzas de precisión y otros encantadores artilugios) hasta familiarizarnos con las epopeyas de los presidentes del Colegio que nos vigilan desde los retratos que festonean la escalera (de Agustín Trigo a Matías Juste) y reparar gracias a sus palabras en el carácter visionario de quienes han hecho posible que este milagro arquitectónico haya llegado hasta nosotros en perfecto estado de revista. Visionario lo fue Ibáñez Payés, el acaudalado comerciante que en 1933 fue el mayor contribuyente valenciano a la Hacienda de su época mientras ejercía de político bajo las siglas liberales: diputado, presidente de la Diputación, alcalde…. Lo fueron también sus hijos, que fallecido su padre decidieron vender el palacete en la confianza de que sus nuevos propietarios del Micof preservarían el legado familiar, a quienes por cierto les gustaba visitar de vez en cuando su antiguo hogar y recordar cuando jugaban de pequeños por sus habitaciones o se escondían en el retrete. Y visionarios, por supuesto, fueron los farmacéuticos valencianos. Los que fundaron la entidad colegial, los que tutelaron su trayectoria desde la etapa medieval hasta el siglo XXI mediante una estrategia invencible: preservar con celo su fecundo pasado. Un propósito que Ricardo Folgado, quien se confiesa como humilde boticario con oficina en Sollana, abrocha con las palabras con que nos ha recibido un par de horas antes de despedirnos: que su oficio no es un oficio cualquiera. «Ser farmacéutico es profesión y también es ciencia»: la frase que ayuda a entender la preciosidad de palacio donde el colegio tiene su sede.
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