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Manolo Portaceli (Valencia, 1942) es este elegante octogenario de aire juvenil y mirada todavía curiosa, que recorre con agilidad la exposición que protagoniza en el ... Colegio de Arquitectos: un amplio, brillante y fecundo resumen del legado del patriarca (o uno de ellos) de esa profesión en la Comunitat, consistente en un rico y sugerente muestrario de imágenes y planos donde se condensa su prolífica trayectoria. Esta mañana de invierno pasea entre los paneles observando toda esa panoplia de imágenes y diríase que hasta sorprendido, casi como si no fuera con él. Como si le divirtiera contemplar su propia vida y obra desde la atalaya de su edad y erudición, dos atributos que aflorarán a lo largo de la charla. La exposición, que se clausura el día 28 y tiene a Amando (Tito) Llopis como comisario, se puede leer como una especie de itinerario de la arquitectura valenciana reciente y casi como un reflejo de quiénes somos y quiénes fuimos porque nos interpela como sociedad.
«Me ha costado mucho hacer los proyectos», confiesa mientras señala hacia el primer hito que recibe al visitante: su trabajo de fin de carrera, un edificio de apartamentos en El Saler que nunca llegó a construirse. Era la Valencia de los años 70 y Portaceli, un jovencito que con el flamante título bajo el brazo empezaba a trazar su propio estilo mediante una técnica que luego le iría acompañando: abordar metódicamente sus encargos, reflexionar de manera obsesiva sobre la naturaleza de cada proyecto, horas y horas ensimismado sobre el tablero. «Como siempre he trabajado así, estudiando mucho los encargos, eso me daba mucho tiempo para meditarlos», recuerda. Y cita una anécdota de aquel tiempo ilustrativa de su método profesional: «Estaba haciendo la tesis en el año 75 sobre la arquitectura valenciana de los años 30, pero la cancelé porque tenía que dedicarme a estudiar todos los edificios, sobre todo los históricos, que requieren el conocimiento de los días, de la historia, de sus vicisitudes». De ahí nace una experiencia en el ejercicio de su oficio que se plasma ahora aquí, en esta coqueta sala que arranca de él una conclusión central: «Cuánto he trabajado». Y luego de abrochar esta frase con una sonrisa, acepta que sí: que está «conforme» consigo mismo, con este denso catálogo de sus creaciones: «Me ha gustado ver mi propia evolución, los titubeos iniciales, el planteamiento posterior, la búsqueda de una expresión». Y añade: «Veo que hay una cierta coherencia».
Portaceli, que abandonó la actividad profesional pero no la intelectual, sigue meditando sobre las condiciones generales de la arquitectura, y su engarce con la vida, a través de una obra escrita que le mantiene aún activo. «Y hasta hace pilates», se asombra Llopis mientras le escucha. Prepara un nuevo libro sobre el que no ofrece muchos detalles y revisa su experiencia profesional desde una doble vertiente: no sólo a través de los edificios que deja como herencia, sino en su condición de profesor. La veta docente ilumina aún sus ojos, porque el contacto con el alumnado le proporcionó el combustible que alimentaba su pasión creativa. «Siempre me ha gustado la docencia, porque la unía a los encargos que tenía de edificios docentes, que era como revisar la historia de la arquitectura», observa. «Me parece vital trabajar siendo consciente de lo que está haciendo uno», afirma. ¿Y entre todos esos encargos que iba recibiendo y se solapaban con su trayectoria profesoral, rescata alguno en especial? Portaceli asiente y mira entonces hacia unos paneles donde brillan sus obras más personales, como la vivienda para su amigo Manolo Valdés en Dénia: «Me gustaba proyectar viviendas unifamiliares», responde. «Es la cosa más poética, más libre... Como no tienen contexto, eran encargos más bonitos, aunque ya te digo que yo era muy lento trabajando y me costaba mucho pensar en todos los requisitos de una vivienda: cómo quieren vivir los clientes, pero al mismo tiempo siendo capaz de ofrecer una coherencia y un planteamiento renovador de la arquitectura que tirara un poco de la vida cotidiana».
Durante la conversación surge con cierta frecuencia el concepto de escritura para definir su arte, como si los códigos arquitectónicos se pudieran interpretar como una suerte de alfabeto que ayuda a desentrañar el misterio de su obra. En un vídeo que se proyecta en la misma sala, Portaceli abraza esa misma idea de la legibilidad para explicar sus edificios, como noción dominante de su propio estilo. Un estilo que él mismo define en términos más gaseosos que sólidos, porque siempre basó su magisterio en dos conceptos que también defendía en las aulas: la importancia decisiva del emplazamiento y la relevancia no menos trascendental del programa de cada encargo. Establecida esta premisa, ¿cuál es el sello Portaceli? El arquitecto se toma unos segundos antes de contestar: «La búsqueda de una poética desnuda».
Una hermosa frase que desgrana con igual brillantez argumentativa: «Me gustan los volúmenes simples, elementales, narrativos». Y señala hacia los paneles situados al principio de la exposición, donde ya late esa ambición que acaba de citar, las aproximaciones de su entonces incipiente arquitectura al universo de sus modelos inspiradores (Le Corbusier, Lloyd Wright, Loos), que congeniaba con el ejemplo que le proporcionaron sus propios maestros durante la carrera («Tuve muy buenos profesores») y con esa ambición de dotarse de un gesto propio «que va saliendo conforme vas trabajando, leyendo, estudiando o viajando». Hablando de viajes. En ese momento de la entrevista recuerda una visita a Estados Unidos a ver la obra de Lloyd Wright y apunta hacia un divertido dibujo que le hizo el artista Fernando Zóbel, uno de tantos creadores (como el propio Valdés) con quien mantuvo relación: un Portaceli retratado con un aire jipi que el tiempo ha ido esculpiendo hasta su estampa actual, donde se diría que todavía reside ese mismo aire provocador, ingenioso... El brillo pícaro en la mirada que siempre asociamos con la inteligencia.
La inteligencia propia de quien ya de jovencito se dejó guiar, como confiesa ahora, por los maestros de la arquitectura antigua y también por sus contemporáneos: «Cuando estaba estudiando en Barcelona, me iba con mis compañeros a ver la arquitectura de Milán, que era por la que teníamos más interés, y no veíamos nada de arquitectura clásica. Sin embargo, ahora», prosigue, «me fijo más en las cosas más antiguas». Y menciona un ejemplo que puede sorprender para defender esta verdad que ha ido adquiriendo: su entusiasmo por la portada de la catedral de Valencia, la referencia arquitectónica más hermosa que encuentra en su ciudad, de donde extrae una enseñanza primordial: «La historia te apoya siempre». Un aprendizaje que encierra una lección: lejos de la insolencia asociada a la edad joven, Portaceli sostiene hoy que «a medida que uno cumple años, la tarea fundamental es integrar». ¿Integrar? «Sí, integrar, porque ves la arquitectura como un continuo, es decir, desde siglos pasados hasta ahora, cuando la sientes aquí contigo. Y tú te integras en ese río, participas en el juego, pero tienes que saber que antes que tú estaba Palladio, estaba Brunelleschi, estaba Le Corbusier. Y eso es una responsabilidad también».
De lo general a lo cercano, su discurso se llena también de referencias locales. No sólo la catedral que tanto le maravilla, sino otros hitos valencianos como la Estación del Norte, donde detecta que palpita «la expresión de cada momento de la arquitectura, la pujanza de las ciudades mediante el lenguaje internacional de la arquitectura», un intangible que le fue ayudando a trazar su destino: «Siempre busco que aparte de imponer tu propio gusto, eso tiene que estar razonado. Por qué se hace esto, para qué se hace o cuál es la mejor solución. Eso es lo que siempre te tienes que preguntar». Preguntas a las que responde de manera silenciosa la exposición que le dedica su Colegio, al que por cierto donó su archivo con una generosidad que desde la entidad confían en que sea contagiosa, para que otros profesionales imiten su ejemplo. «He procurado que mi arquitectura sea reflexiva, pensada… Creo que no puede ser de otra manera», suspira. Es un pensamiento que sobrevuela el aire durante unos segundos, mientras se hace el silencio y la charla enfila su final. Cuando duda sobre cuál es su edificio favorito de todos estos que nos contemplan y casi se encoge de hombros: «Me sobrevivirán tres o cuatro unifamiliares, supongo. Y esos edificios que rehabilité, los más monumentales, pero favoritos… No sé. Yo me he ido enamorando de cada edificio a medida que lo iba a haciendo pero después…».
Puntos suspensivos. Y una pregunta final.
- ¿El ornamento es delito?
- ¡Sí!
Un sí con exclamaciones.
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