Desde el balcón principal que se asoma a la plaza del Temple, las vistas desde el palacio donde tiene su sede la Delegación de Gobierno ... corroboran una palabra muy repetida durante la visita, que ya concluye: la palabra privilegio. Al lujo de ocupar este impresionante edificio se añade el derivado de su céntrico emplazamiento y también el que regala el no menos privilegiado paisaje circundante, con la flora del jardín del Turia tiñendo de verde nuestra mirada. La delegada, Pilar Bernabé, deja por unos minutos sus quehaceres y pasea los ojos por esta estampa de ensueño, que alguna envidia suscita en sus homólogos cuando acuden a reunirse con ella en Valencia. Frente al carácter anodino de tantas delegaciones repartidas por España, la alojada en el corazón de nuestra ciudad ejerce como todo lo contrario: un oasis de serenidad y armonía, de rico contenido artístico e histórico. Una joya dotada de una particularidad: es todo un tesoro el que se exhibe sobre el suelo pero también contiene otras riquezas no menos interesantes bajo la cota cero. Estas líneas que siguen atestiguan lo antedicho: el privilegio de contar en Valencia con un edificio tan monumental… asentado sobre las ruinas donde se dibuja nuestra historia. Una historia que podremos conocer mejor en cuanto comiencen las visitas organizadas que ya se preparan.
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El claustro, un oasis verde de armonía y serenidad
Luego de superar los controles de seguridad, el visitante recibe el primer golpe de efecto que amenaza con dejarle noqueado: el monumental claustro en estilo neoclásico, como el resto del edificio salvedad hecha de alguna aportación que luego detallaremos, sorprende por sus magníficas dimensiones y las finas proporciones. Es un cuidado espacio, dotado de cuatro parterres en otras tantas esquinas, muy cuidados: aquí florecen la murta y el acanto, también los naranjos y las estilizadas palmeras de la variedad livistona, que mecen nuestros pasos con su sombra. Un reloj de sol corona este recinto, en la pared que hace frontera con la iglesia aledaña; en el centro de la cuadrícula, una fuente remata el armonioso conjunto, que predispone a escuchar por primera vez la palabra mencionada. Privilegio. La pronuncian los miembros del grupo de funcionarios que ejercen como cicerones de nuestra visita, que desvelan la intención de abrir las puertas del palacio para visitas organizadas. Para que los valencianos compartan el lujo que significa ocupar este inmenso caserón, rehabilitado con acierto desde 2019. «Es como trabajar dentro de una burbuja», asienten los trabajadores de Delegación, integrantes de una plantilla formada por unas 150 personas que se reparten por las inmensas salas de un edificio más grande incluso de como se puede imaginar desde fuera. «Puedes hacer los diez mil pasos sin salir de aquí», bromea una de nuestras guías.
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Ruinas árabes: restos de la muralla bajo la cota cero
La siguiente etapa nace en una esquina del patio y se cuela en otro recinto semejante, aunque de traza más irregular: es el acceso a la zona donde se ubica el edificio de nueva planta donde se ubica el servicio de Sanidad exterior, a cuyos pies aguarda el siguiente misterio que se desvela durante la visita. Ya sobre el suelo alguna pista dejaron los arquitectos encargados de su reforma, Carlos Meri y Manuel Fonseca. Un trabajo que generó alguna polémica en su momento pero que el paso del tiempo ha abrillantado con sus dones: el itinerario interior respira esa misma clase de paz tan del gusto neoclásico como quiso Miguel Fernández, autor del edificio original, según el estilo de moda por entonces, implantado en España por su colega el italiano Francesco Sabatini. Fernández siguió el mandato del rey Carlos III y allá por 1770 legó a Valencia esta criatura, para mayor gloria de la orden de Montesa, que aquí tuvo su sede. De hecho, hay quien aún se refiere al edificio por ese nombre, Montesa, aunque su ocupación por los templarios, aunque fugaz, ayudó a que enraizara entre nosotros esa denominación, que además sirve para bautizar a la plaza donde se ubica. Un palacio arraigado sobre los restos de la muralla islámica que cruzó Valencia, como se observó en las excavaciones para su última reforma, las ruinas cuya silueta en serigrafía guía nuestros pasos hacia el subsuelo. Una vez bajo tierra, vemos al alcance de la mano cuanto se anunciaba arriba: la formidable barbacana, en aceptable estado de conservación, igual que la línea de muralla que resiste más o menos intacta, con el arranque a cada extremo de ella de las dos torres distantes más de 30 metros entre sí, que un día dominarían desde su elevado porte Valencia entera, empezando por las huertas circundantes y el río vecino. Si uno cierra los ojos puede imaginar más o menos cómo sería aquella ciudad que se ha ido enterrando, con las caballerías tirando de la noria que detonaba la actividad del otro valioso tesoro oculto bajo la cota cero: un simpático pozo, preservado casi de manera íntegra. Una joya que, en efecto, merece la pena que conozca toda Valencia.
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La galería y sus vigas: el pentagrama de la visita
Salimos al exterior y nos maravillamos del cambio de temperatura que se observa. El sol de primavera ya calienta a la luz del mediodía, mientras bajo nuestros pies el termómetro permanecía estable, un frescor que se va evaporando mientras recorremos el resto del edificio. De este rincón arranca un paseo por una señorial galería, coronada por unas elegantes vigas de madera cuya trayectoria irregular recuerdan en algo la idea de partitura: como si un pentagrama nacido de la imaginación de los artífices de este edificio nos enviara desde la posteridad el mensaje de cómo conducir nuestros pasos. Nos limitamos por lo tanto a seguir esa secuencia que dibujan y a atender los consejos de nuestros cicerones, que nos guían por las dependencias donde conviven los funcionarios con otros restos rescatados del edificio fundacional, preservados por un cristal. A través del vidrio nos saludan unas hermosas losetas de origen romano, una ingeniosa manera de que congenie la historia con la mirada contemporánea y que justifica que en otra estancia se conserve aún el antiguo suelo, que ayuda a entender la función primitiva del edificio. Se sospecha que esta sala pudiera ser, por su cercanía a una de las torres desaparecidas, donde se formalizara la recogida de mercancías para los frailes de la orden de la Montesa. Una teoría sustanciada apenas unos metros más allá, en otro despacho, donde luce el bello trabajo en cantería que dejó inscrito para la eternidad el escudo del prior. Hemos llegado hasta aquí a través de una esbelta galería, a cuyo costado se reparten las dependencias administrativas, y que desemboca en un espacio donde antaño se ubicó una comisaría, con acceso por la calle de los Maestres. Unos ciudadanos hacen fila para una gestión. Ciudadanos cobijados como nosotros bajo los altísimos techos y la coqueta bóveda de una capilla primitiva que se desnudó con la reforma y hoy corona nuestras cabezas encarnando las dos almas del edificio. Nacido como un espacio para la reflexión, hoy funciona como escenario de la acción y la gestión.
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El deslumbrante socarrat, la elegante puerta
Del claustro se accede por una serie de escaleras al primer piso, donde se alojan las dependencias más nobles y la vertiente representativa del Palacio, mientras que en la segunda planta se reparten las salas para la actividad puramente administrativa. En la primera se ubican por cierto algunas de las piezas más llamativas del edificio: es el caso de una de esas escaleras, una caprichosa joya de orden neogótico, de misterioso origen, que encajaría mal en teoría con el estilo neoclásico del conjunto pero que otorga un guiño divertido al paseo. A su lado figura uno de los más valiosos atributos que estas paredes custodian: la llamada puerta de Montesa, una bellísima pieza que se sitúa junto a otra de las joyas del Temple, un refinado socarrat que recoge la entrada en Valencia de Jaime I y que adquiere aquí todo su sentido, porque el rey entró en la ciudad por la torre que se alzaba en el mismo espacio que hoy recorremos. El socarrat se adhiere por cierto a la pared que limita con la iglesia, dos edificios que comparten historia pero que ahora están incomunicados. En la planta baja, una estancia que se dedica a recibir a las visitas ejerce como la especie de aduana entre ambas que alguna vez existió. En el primer piso, sin embargo, los accesos están cegados: lo religioso y lo civil caminan por su cuenta, con el testimonio de su pasado común reflejado en una puerta situada junto al claustro, que desde ese lateral contribuye a recordar aquellos tiempos. Casi como un trampantojo: un guiño burlón que emite la historia.
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Planta noble: techo de madera, bargueño de marfil
Durante el paseo por el patio que conduce a las ruinas árabes hemos sorteado antes una serie de tocones de madera. Una enigmática presencia que se aclara a medida que avanza el recorrido: son restos de ese escaso 5% de viguería que no se pudo preservar en la restauración culminada hace cinco años y que ahora ejercen esa función decorativa. Un sutil gesto de aprovechamiento que se observa en otros espacios, como los diseminados por la primera planta donde nuestra visita concluye recorriendo el despacho de la delegada. En el antedespacho, un grupo de funcionarios se dejan alumbrar por la luz blanca de Valencia que irrumpe en toda su intensidad, rebota contra el par de serigrafías de Mompó que recuerdan el ingreso de España en la UE y señalan el camino hacia la jurisdicción de Pilar Bernabé. En la sala contigua, destinada a reuniones, impresiona el deslumbrante artesonado en madera del techo y dos maravillosos bargueños, especialmente uno de ellos, decorado con una delicada filigrana en marfil que refresca el rico pasado del Palacio que lo alberga. Ya en su despacho, la delegada presume del privilegio (de nuevo sale la palabra) que supone habitar este espacio… aunque sólo en el sentido laboral. Las salas de los pisos superiores que se destinaban a viviendas de sus ocupantes, los antiguos gobernadores civiles, desaparecieron con la última reforma. Hoy, el Palacio del Temple es más bien una oficina, aunque nunca será una oficina cualquiera. Bernabé ha adornado las paredes de su estancia con una copia del abrazo de Genovés y con una obra de Martín Forés que recrea a una fallera: dos símbolos de modernidad que ayudan a entender la doble personalidad del Palacio, que rinde tributo a su historia mientras se reinventa para dar servicio a la ciudadanía de hoy, presumiendo de los tesoros que custodia, incluido el suelo de mármol que cruza los corredores. Tesoros sobre el suelo y bajo tierra. Las joyas que se podrán admirar cuando la ciudadanía valenciana pueda hacer suya la frase con que nos despide una de las trabajadoras de la Delegación cuando ya nos vamos: «Aquí todo es bonito».
Vistas desde el despacho de la delegada
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