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Vista desde la torre Ikon.

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Vista desde la torre Ikon. Iván Arlandis

Cómo es Valencia vista desde su techo

Abre sus puertas el edificio más alto de la ciudad, que sirve como legado de Bofill y aspira a convertirse en otro símbolo valenciano, casi 40 años después de que proyectara el jardín del Turia

Jorge Alacid

Valencia

Martes, 27 de junio 2023, 13:32

Imaginemos el Micalet, la querida referencia valenciana, un símbolo que se eleva al cielo de la ciudad a razón de 70 metros desde su pie. Traslademos ahora a esa cifra 40 metros más, distribuidos a través de 30 plantas de viviendas, y tropezaremos con la criatura recién nacida entre nosotros. Se llama Ikon, acaba de ver la luz luego de una trompicada gestación y complejo alumbramiento, y concita una larga serie de atributos que justifican el interés informativo, porque no sólo se trata de la última creación del prolífico arquitecto Ricardo Bofill, tan vinculado a Valencia: también se trata del nuevo techo valenciano. Un espectacular rascacielos que desde el exterior aparece como un sugerente mecano que se integra bien con su entorno, donde menudean otros bloques también de elevada altura, y apunta hacia la nueva ciudad que convive con las feraces zonas de huerta; desde su interior, abierto este martes para que lo recorran los medios de comunicación, se trata de un confortable espacio que avala la pertinencia de esas palabras de su autor cuando recibe al visitante: «Ya es hora de volver a pensar el mundo en términos arquitectónicos».

La frase de Ricardo Bofill figura en un cartel destinado a homenajear al desaparecido arquitecto, 40 años después de aquella visita a Valencia donde recibió un encargo que algo debió tener de epifanía: transformar la ciudad. Bofill aceptó el reto de urbanizar el jardín del Turia y convertir, en efecto, aquella aventura en un caso de éxito que siempre le sobrevivirá. Hasta el punto de que aunque, como destacó este martes su hijo Pablo, nunca dejó de sobrevolar su ánimo cierta «frustración» por la condición inconclusa de su proyecto de urbanizar el antiguo río, también se operó con el encargo de levantar el Ikon el efecto contrario: detonar una palpitante «ilusión», compartida por todo su estudio, el Taller de Arquitectura Ricardo Bofill que su descendencia sigue defendiendo. La ilusión por regresar a Valencia y asumir otro desafío de naturaleza algo semejante. Construir un rascacielos, pero no cualquier rascacielos. Una torre que, a su manera, también aspira al mismo propósito central de esa lejana intervención en el viejo cauce: transformar Valencia.

El objetivo se puede considerar cumplido. El 'skyline' valenciano será otro a partir de ahora, cuando los doscientos pisos de su edificio ya están habitados (faltan sólo cinco por venderse), se convierta en referencia ciudadana y obligue al paseante a mirar hacia arriba cuando pasee por su jurisdicción y se interese por el carácter de un edificio que también evoca el magisterio de su autor desde un rasgo primordial: se parece al estilo Bofill... si tal estilo existiera. El carácter inclasificable del autor del Walden 7 barcelonés o la cercana Muralla Roja de Calpe se observa en el elemento central que distingue al Ikon: no se parece a nada ni nadie, esa ambición expresada por el propio Bofill en un video exhibido durante la visita, que hace buena luego su hijo Pablo: «En el Taller trabajamos 250 personas con la intención de que ningún encargo se parezca al anterior. Es lo que ocurre con el Ikon. Ni se parece a ninguno ni se parecerá a ninguno que vayamos a hacer».

Imagen principal - Cómo es Valencia vista desde su techo
Imagen secundaria 1 - Cómo es Valencia vista desde su techo
Imagen secundaria 2 - Cómo es Valencia vista desde su techo

¿En qué consiste por lo tanto ese intangible, el estilo Bofill? En la invisibilidad de la autoría, que se declina mediante un gesto reseñado durante la visita. La idea de humildad. El arquitecto aceptó las exigencias del encargo en cuanto a altura y volumetría, aceptó los condicionantes de su ubicación, y desplegó a continuación su ingenio. Como resultado, el Ikon es un elegante ejemplo de buena arquitectura, cuya verticalidad, a diferencia de otras torres parecidas, no apabulla. Ayuda a expresar esa paradójica horizontalidad la presencia de su hermano pequeño, un bloque situado a su espalda, como una suerte de prolongación con dimensiones, digamos, más humanas. Y se sirve además el Taller Bofill de una serie de elementos constructivos, que son también decorativos y que recorren toda la fachada del edificio principal para dotar al recién nacido de un singular aire de ligereza que (nueva paradoja o, más bien, el genio del autor) integra a la perfección a la torre con esa esquina de Valencia.

Por dentro, el Ikon funciona igual de bien, según se deduce no sólo de esta visita inaugural sino del testimonio de uno de sus habitantes, a quien la comitiva sorprende a punto del chapuzón en la zona de servicios comunes. Piscina, juegos infantiles, espacio gourmet, jardín... Dice que todavía está en plena mudanza, que ocupa una de las viviendas de tamaño intermedio (el catálogo de posibilidades oscila entre los pisos de un único dormitorio y los áticos modelo penthouse: los dúplex más caros, cuyo precio se eleva a los tres millones de euros) y se confiesa feliz ocupando su reciente adquisición. Unas palabras que se materializan unos cuantos pisos más arriba: en esos dúplex de lujo alzados hasta la planta número 30, donde concluye la visita para los medios de comunicación y toman la palabra los promotores del edificio bajo un sol apabullante y unas vistas que merecen el adjetivo de brutales.

Son brutales, desde luego. ¿Cómo es Valencia vista desde su techo? La pregunta se contesta repasando la mirada por la ciudad en plan 360 grados, porque la azotea permite esa visión panorámica y abrumadora. Espacios luminosos, abiertos, consagrados al concepto de bienestar. La vista ayuda además a entender la ciudad, la compleja relación con su entorno agrícola, porque se percibe a la perfección la envergadura de esos dos depósitos verdes que vemos a nuestros pies, las huertas de La Vera y Campanar: son dos oasis de enorme superficie que condicionan el desarrollo urbano y obligan a un delicado ejercicio urbanístico a los regidores municipales para completar el encaje de este espacio alrededor del Ikon con el conjunto de la ciudad. Allá al fondo vemos el mar, el otro accidente geográfico que la Madre Naturaleza derramó con generosidad para disfrute de los valencianos y que reclama un esfuerzo análogo de imaginación para que toda Valencia sea alguna vez un único todo y no la suma de sus partes. Y más cerca, el Nuevo Mestalla, símbolo de tantas cosas (y ninguna buena) que es mejor dejar correr el impacto que genera su cercana presencia: desde el techo de la ciudad casi se puede acariciar la corona del estadio. Una excitante sensación de vértigo.

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Y otra sensación adicional: ser testigo de lo bien que funciona siempre la arquitectura que aspira a la nobleza. Porque mientras concluye la visita y Pablo Bofill se detiene en explicar la importancia del radical gesto arquitectónico que contiene el edificio Ikon («Es un rascacielos para esta ciudad y para esta época», subraya), los pormenores que distinguen al recién nacido se hacen aún más evidentes. Su luminosidad, de nuevo, que irrumpe en las estancias del ático para resaltar la condición de Valencia como ciudad de la luz; su contribución a la finalidad dominante de la arquitectura actual, que no se explica sin apelar a la idea de sostenibilidad; o su carácter falsamente sencillo: sus promotores, la empresa Kronos Homes, y también Bofill, han aludido reiteradamente al contenido coste de su ejecución (80 millones de euros, valor del suelo incluido) para reflejar el espíritu fundacional del Ikon. A saber. Su intención de camuflarse en el paisaje sin renunciar al mismo tiempo a su ambición de faro urbano.

Y sin renunciar tampoco al acusado componente emocional que habita entre sus paredes. Dice Bofill hijo que no sabe qué hubiera pensado su padre de haber recorrido este martes el Ikon, pero en sus palabras habitaba a cada paso ese factor sentimental que alguna pista ofrece al respecto. Ha hablado del edificio como una declaración de amor a Valencia y ha defendido con igual vehemencia un valor decisivo para la buena arquitectura: la creatividad. Y no: por supuesto que no se puede saber qué pensaría Bofill padre de este hermoso Ikon erigido para asaltar los cielos, pero cuando se abandona su obra y se vuelve a observar desde la calle debe concluirse que las dos ideas que alumbraban su discurso en vida (rendir tributo a la belleza y a la inteligencia) palpitan dentro y laten también desde fuera. Y se tiene que dar la razón a Pablo Bofill, quien acaba de resumir la identidad del Ikon en una frase redonda: «Es un ejemplo de cómo transformar una ciudad sin incurrir en un gasto demencial o arrogante».

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